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  • Carlos P. Jordá

Cielo Pordomingo - De nombres y apellidos, silencios incómodos y naves espaciales

Actualizado: 4 dic 2020

El día que conocí a Cielo aprendí una importante lección; de esas que uno tiene que aprender dos, tres o hasta cinco veces en la vida. “Sé tú mismo”, dicen todos, pero a la vez todos están esperando que seas lo que ellos quieren. Antes de tu llegada al mundo ya hay gente que tiene planes para el resto de tu estancia en el plano terrenal. ¿Ah no? Incluso es un tercero quien decide el nombre con el cual serás identificado desde la hora de tu nacimiento, y hasta que tengan que escribirlo en una lápida —claro, hay quienes reclaman el derecho de llamarse cómo les venga en gana, pero no nos adelantemos—. Y no es que no crea en eso de ser tú mismo, de hecho yo lo llamo el Nirvana del Valemadrismo, y el mantra que me repito para trascender a ese lugar es: “NO LO PIENSES DEMASIADO”. Esa fue la lección que repasé durante esta jornada con Cielo Pordomingo. Ya llegaremos a ello.


El porrazo, 2020, por Pato Pacheco.

Norma Jean Mortenson, ¿les suena? Rostro icónico de los 50´s. Rizos rubios jamás por debajo del cuello. Lunar en la mejilla, casi en el pómulo. Como marca de aterrizaje para un beso que vacila entre lo amistoso y algo más; apenas por encima de esa arruga que se zurca al sonreír. ¡Y qué sonrisa la de ella! ¿La recuerdan?


¿Qué tal aquella ocasión en la cual aseguró que su única pijama eran unas gotas de Chanel Nº 5? O quizás la reconozcan como la damisela que hacía un mínimo y pícaro esfuerzo por evitar que su vestido blanco rebasara el límite de lo atrevido a lo vulgar —de acorde a los parámetros de la época, por supuesto— a causa del vientecillo que soplaba por debajo de sus piernas. ¿No? Interpretó, la que probablemente haya sido la versión más sensual, de Happy Birthday en la historia… dedicada al señor presidente americano del momento. ¿Nada aún?


Como que algo no cuaja, ¿cierto? Seguro que los fans de antaño, y aquellos que poseen una memoria privilegiada que reserva archivos inútiles aleatorios, supieron de quién hablábamos desde el renglón inaugural de este texto. Pero los demás, nosotros, los hijos de la cultura Pop, tenemos una imagen que no va con el primer nombre mencionado. ¿Y si mejor la llamamos Marilyn Monroe? Así ya cambia la cosa, ¿verdad? Ahora todo tiene sentido.


¿Por qué Norma se cambió el nombre? Lo sabrá el Dios Internet. Lo que yo les puedo decir es que conozco decenas de Normas —Normitas, Normis, Normiux—. Y no sé a qué se deba, pero a la gran mayoría las recuerdo usando lentes de aumento y sentadas detrás de un escritorio en esos tétricos lugares llamados oficinas. En cambio, personalmente no he tenido el gusto de ser presentado con una Marilyn; en ningún lugar del mundo, ni ejerciendo ninguna profesión específica. De hecho sólo se me ocurre mencionar al señor Manson, y lamentablemente nunca he sido convidado a esnifar las cenizas de una biblia incinerada en su compañía, ni a comer McDonald's o cualquier otro manjar satánico en su misma mesa. Bueno, tampoco soy un gran admirador, además él también cambió su nombre de bautizo.


Sí, vaya, que el paseo de la fama ha de estar lleno de ejemplos similares. Tal vez se deba a la necesidad de crear un personaje para distinguir el rostro que se muestra ante la vida pública de la persona que intenta llevar a cabo una rutina cotidiana, dígase, “normal”. ¿Y luego por qué se pone en duda la salud mental de varios artistas con renombre? (Bipolaridad ha iniciado sesión).


Luego está aquello de que sean otros los que elijan el que vendrá siendo nuestro código de identificación por lo que nos resta de vida, y con el cual seremos reconocidos después de la muerte. Digo: ¿no les gustaría, al menos, tener un voto en las elecciones de cómo serán llamados por todo el mundo? Hay quienes lo logran sin ser cantantes ni pintores, ni nada por el estilo; un día conocí a una chica que se presentaba a sí misma como Raquel, y no fue hasta que comí en su casa y puse principal atención en un título universitario que sus orgullosos padres habían colgado en el muro de la sala, cuando me enteré que su nombre de pila era Javier… está bien, eso me lo inventé, pero estoy seguro de haber escuchado una historia similar.


Y no me digan que la acción de nombrar a alguien no lleva consigo una fuerte carga de expectativas, o que el denominador oficial de un humano no moldea su personalidad. Es decir, alguien que se llama como su padre y se le conoce con un diminutivo desde la cuna, va a tener que hacer un gran esfuerzo por ser avalado como un ser independiente y no una versión miniatura de su progenitor. ¿Y a quién podría culpar una madre cuyo hijo perdió los cabales en una partida de láser tags, siendo que ella firmó el certificado de nacimiento de un tal Han Solo López? (Iba a decir de un crío que arma una balacera en el planetario, pero mejor seguimos en tono amistoso).


También, eso de usar un mote personal alternativo, podría ser una suerte de búsqueda de autenticidad. Regresemos brevemente con Marilyn —Manson, pues con Monroe ya lo hemos ejemplificado—; su nombre real es Brian Warner… ¿entienden? O sea, ¿cuántos Brians no existirán en el mundo?

—Eh, ¿qué cuenta colega?¿Conoces a Brian Warner? —ya saben, una charla casual.

—Tengo un vecino que se hace llamar El Brayan. Y conozco a Harry, a Albert, a Sam y a Jack. ¿No será la oveja negra de los Warner Bros?

—No. Es la oveja negra de la comunidad episcopal de Ohio. Canta metal industrial, o algo así.


Aparte, ese par, Norma y Brian, tuvieron la fortuna de no haber nacido en la era de las redes sociales. Yo he vivido ese suplicio en carne propia, claro, con sus debidas y monstruosas dimensiones —mis 22 seguidores en Twitter lo avalan—. Todo mi trabajo, y mis perfiles en cualquier plataforma, están firmados por Carlos P. Jordá. ¿Y qué pasa? Pues resulta que no me dan los megas para contar a todas las personas que surgen tras teclear “Carlos Pérez” en el buscador.


En una ocasión, un camarada y yo nos colamos en una fiesta con lista de invitados. El plan consistía en inventarnos alguna identidad falsa en la entrada y, cuando esta no fuera hallado en el registro de asistentes, argumentar que seguro la festejada había olvidado incluirnos, pero que no éramos resentidos y que igual nos daríamos vuelo con el banquete. En una de esas hasta era nuestro día de suerte y dejaríamos a alguien más sin acceso y con un regalo que jamás sería entregado. Los nervios me traicionaron; no se me ocurrió otra que anunciarme con mi nombre verdadero. No recuerdo cómo, pero lo logramos. Ya con la boca retacada, mi amigo —aunque al parecer aún no éramos tan amigos— me dijo: “¿no se te ocurrió decir un nombre más falso?” Oh sí, es tan genérico que parece inventado. Del calibre de Fulano de Tal o el del pariente Chuchito Pérez.


En la universidad tenía una asignatura insufrible con un profesor que, aconsejado por sus dos cojones, daba la lección en inglés. Era mexicoamericano y se llamaba Ulises Pérez —ya se imaginarán. Lo pronunciaba “Yulises P-rez”—. Este tipo contaba un chiste que decía que su apellido —nuestro apellido— era el más antiguo de la historia, pues Dios advirtió a Eva y a Adán: “si comen del fruto prohibido, Pérez serán”. Perecerán… ya lo sé; no es gracioso y tampoco lo era en aquellos días de clases a las siete de la mañana. Lo cierto es que sí somos un chingo, casi una plaga, incluso tengo una prima-hermana que se apellida Pérez Pérez.


Evidentemente tener un nombre y un apellido común no implica que tengas que ser del montón, pregúntenle a Michael Jackson. Ahora, llamarse igual que el rey del pop en tiempos actuales tampoco debe ser cosa fácil. Imagínense: eres un chico carismático, guapo, con harto talento para resolver ecuaciones de tercer grado —por decir cualquier cosa— y sin embargo, vayas a donde vayas, te presentes en donde te presentes, serás recordado no por tus virtudes ni por tus defectos —cualidades propias del ser único e inigualable que eres… o que te han dicho que eres—, sino por ser homónimo de ese que aseguraba no haber embarazado a Billie Jean; del hombre que hablaba con el hombre del espejo; del sujeto que levantaba su voz aguda para hacerte entender que no importa si eres negro o blanco. (Tema para otra ocasión será si predicaba con el ejemplo).


Ya sé lo que están pensando: “el pseudónimo de este tío debería ser Sr. Largas Introducciones”. Pero estamos a punto de llegar a lo bueno, no desesperen. Pasa que también existen quienes fueron bendecidos con nombres únicos; aquellos cuyos padres tuvieron a bien buscar en otros lados que no fueran santorales, telenovelas, sus propias actas de nacimiento o las de su árbol genealógico. Esos que no tienen que andar agregando signos y números a su cuenta de correo electrónico porque tienen un millón de tocayos. Personas que jamás sabrán lo que es preguntar por un apellido cuando la toma de asistencia escolar se hace por nombre o viceversa. Ya ni se diga exigir que el maestro se extienda hasta el segundo apellido porque hay un compañero que se llama exactamente igual. Ese es el caso de Cielo Pordomingo.


Cielo Pordomingo, 2020, por Pato Pacheco.

¡Sí! Ese es el nombre que le dieron sus progenitores. ¡Y ya lo sé! Parece título de poema. De exposición fotográfica. De paisaje impresionista. ¿Y qué iba a ser si no una artista? ¿Se la imaginan trabajando en un call center?

—Buenas madrugadas, señora. Llama Cielo Pordomingo de (inserte nombre de institución maligna), queremos ofrecerle la tarjeta platino para que se endeude hasta el cuello.

—Cielo, ¿quién?

Ok, mala estrategia de marketing no sería; yo suelo colgar en cuanto me entero que me quieren vender algo. Como sea, ya estuvo bueno de andar divagando.


Días previos a la jornada que estoy por relatar, fui añadido a un grupo de Whatsapp cuyo asunto se leía: “Sesión Cielo OOTB”, y era adornado con el emoticono de una caja al final. Aunque parecía un código esperando a ser descifrado, yo tenía el contexto necesario para entender de qué se trataba. Ya desde antes estaba advertido del maratónico fin de semana de octubre que se avecinaba; de viernes a domingo, mis amigos de Out of the Box (OOTB) estarían produciendo videoclips musicales, entrevistas técnicas (Sonido 13) y casuales (El Porrazo), con distintos talentos, individuales y colectivos, de la región. A mí me tocaba hacer las crónicas escritas de cada día —como está que leen— y conducir cada una de las ediciones de El Porrazo —en su preciso momento sabrán el desastre que resultó aquello—.


Fue Gladys, en sus labores de producción, quien envió al chat un archivo con todos los pormenores que los convocados necesitaban saber; fecha, hora y lugar de la movida, itinerario detallado y medidas de seguridad sanitaria de acorde a la época a la cual nos tocó adaptarnos —distanciamiento entre los presentes y uso de cubrebocas en todo momento—. Así pues, paradójicamente, ya que la palabra debe ser de las primeras que entran en el vocabulario de cualquier ser humano —hispano hablante, evidentemente—, sólo me quedaba averiguar quién o qué —¿una banda acaso? ¿un dúo? ¿una orquesta?— era Cielo.


Cielo Pordomingo, 2020, por Pato Pacheco.

*Notas breves: 1) Para saber quién es Gladys y los demás miembros de Out of the Box que serán mencionados a continuación, pueden echarse un clavado al capítulo anterior. 2) Apenas vale la pena mencionar que también fui agregado a otros dos grupos de Whatsapp similares; correspondientes a las otras dos sesiones que se sumarían al ajetreado fin de semana, y que serán parte de una trilogía próximamente publicada en un orden cronológico más bizarro que Star Wars o que el encendido de un Volkswagen clásico —episodio 1,3 y 2—. Queden pendientes de ello.



Pudiera ser que disfrazo mi holgazanería diciendo que a este tipo de trabajos prefiero llegar lo más neutral que se pueda; es decir que no me gusta hacer una investigación muy exhaustiva de las personalidades que estaré cuestionando y siguiendo a todas partes durante un día entero. ¿Por qué? Bueno, ya que lo preguntan, creo que es más fácil obtener información de valor cuando una charla se lleva a cabo sin un objetivo preestablecido; cuando te presentas como una personita que sólo tiene curiosidad por saber quién es el otro, y no como alguien que presume conocer hasta el más íntimo detalle del entrevistado.


Además, como están a punto de averiguar, resulta que soy de esos que sobrepiensan cada mínimo detalle de su existencia; tropiezos del pasado y posibilidades a futuro. Esto último no significa que sea alguien que planifica cada segundo del porvenir, de hecho soy un fiel creyente del destino — “todo pasa por una razón” y eso—, pero ya que contar historias es mi vocación, me resulta imposible no llenarme la cabeza de escenarios imaginarios. Incluso he perdido la cuenta de las veces que me he dado de topes contra la pared por esos giros tan divertidos que da la vida cuando creías que tenías todo bajo control.


Entonces he aprendido —aunque aún no las veces necesarias— que tener la mente lo más en blanco posible te permite maniobrar con agilidad ante la adversidad, mientras que tener un guión, y aferrarse a él, puede ser causa de frustración cuando el más mínimo detalle no sale como se estipulaba. ¿Que suena a pretextos de vago? Fui yo el primero en decirlo. El caso es que, un día antes de la sesión, me limité a pedirle a la buena de Gladys que me compartiera algún sitio donde fuera posible escuchar el trabajo de Cielo —un ente todavía sin rostro ni apellido para mí— y así, por decirlo de algún modo, colocarme en su misma frecuencia.


Acá es cuando toda la cantaleta anterior se vino al traste. Casi en automático pulsé en el hipervínculo que me llevaría a su perfil de Spotify, y de la misma manera seleccioné la opción de reproducción aleatoria. ¡Mágicas y trágicas bondades en eras de la instantaneidad! No falto de vergüenza, he de aceptar que son más las veces que oigo música, más ocasiones en las que la consumo, y menos las que la escucho. Generalmente las canciones suenan mientras hago cualquier otra cosa; más como un acompañamiento que como el protagonista central de mi atención. Y no se lo achaco —al menos no por completo— a ese acceso tan inmediato que hoy en día existe para reproducir la rola que te apetezca, sino a mi falta de apreciación auditiva. Por eso me avergüenzo.


Precisamente, no es que tenga un paladar sonoro exquisito ni nada por el estilo, sino todo lo contrario. Mis gustos, habitualmente rayanos con lo básico de lo clásico, aunados a mi dispersión, mental y sensorial, hacen que sean muy pocas las piezas musicales que me obligan a detener cualquier actividad para enfocar todos mis sentidos en ellas.


Al cabo de la tercera canción, yo ya había bailado sobre mi asiento, percibido líricas en inglés y en español y descifrado una amplia gama —teniendo en cuenta mis compactos conocimientos— de instrumentos. Yo no sé una mierda de géneros, ya me explaye al respecto en la crónica anterior, pero si alguien me lo preguntara, diría que eso sonaba alternativo. Y no alternativo por tener alguna remota idea de lo que significa el género alternativo, sino porque mis estados, físicos y emocionales, se alternaron continuamente; dinámico de repente, a ratos reflexivo. Cuando caí en cuenta de esto fue que me pregunté: <<¿qué estoy escuchando?>>.



Ya lo dije: con todos los sentidos. Mis manos pusieron en activa la pantalla de mi celular, sólo para que mis ojos descubrieran el nombre de aquello que entraba por mis oídos, y que dejaba un ligero sabor y aroma de algo conocido. “Cielo Pordomingo”, se leía en letras que yo traduje a imágenes y sensaciones. Ya llevo varios años viviendo en Querétaro, pero pensar en un cielo por domingo me remite directamente a mis años de infancia en la majestuosa y caótica Ciudad de México. El domingo, gracias al descanso de la mayoría de sus habitantes y, por ende, de sus vehículos, era el único día de la semana en el cual el aire se respiraba más puro y se escuchaba menos viciado; todo se percibía brillante en vez de opaco; y el cielo se veía azul y no gris.


Cielo Pordomingo; el nombre que me exigió saber más sobre quién estaba detrás. La fotografía del perfil de aquella plataforma auditiva, enmarcada en un círculo, mostraba el rostro de una mujer de tez clara y cabello rubio con raíces castañas. Edad mediana, nariz recta y mirada apuntando en diagonal al suelo. Ahora, me quedaba claro que las vocales le pertenecían a una fémina —a la misma en todas las canciones que se habían reproducido hasta el momento—, sin embargo todo lo demás se escuchaba propio de una agrupación abundante; percusiones, sintetizadores, bajo, ¿violines? ¿guitarras? ¿una flauta? ¿gotas de agua cayendo?


Repito: mi oído está tan entrenado como un perro callejero recién adoptado. No obstante me dio la impresión de que aquello que sonaba en mi bocina miniatura era un proyecto musical compuesto por varios integrantes, y no el trabajo de alguien en solitario. Además, y esto también va de nuevo, ese nombre me parecía una genialidad inventada por un conjunto de cerebros inspirados. Tuve que consultarlo con nuestro más socorrido sabelotodo: Google el sabio.


Click en la primera opción, ¿y cómo iba a ser que no? El sitio se indicaba como cielopordomingo.com; así sin más. Entonces surgió un portal con un aspecto mucho más profesional que el de muchos medios reconocidos del país. En el fondo el mismo rostro visto en Spotify, ahora con un micrófono delante, atravesado por letras blancas, firmes y mayúsculas que se leían: “CIELO PORDOMINGO”. Debajo de ellas, con la misma tipografía, dimensiones menores y el color blanco un tanto más difuso, decía: “COMPOSER & SINGER. #EMMYWINNER”. Y entonces sí, camaradas, mandé al demonio todo eso de llegar con la mente en blanco.


Cielo Pordomingo en sesión en vivo, 2020, por Out of the Box.

Honestamente, no tenía ni idea de qué era un Emmy, y tampoco me puse a investigarlo en ese momento —ahora ya sé que son premios otorgados a distintos rubros de la industria televisiva—, sin embargo la palabra me era familiar; era uno de esos temas que acaparan mis redes sociales una vez al año. Así pues, a pesar de no ser un fiel seguidor de entregas de galardones y alfombras rojas, el hecho de saber que al día siguiente coincidiría en tiempo y espacio con una ganadora del Emmy, logró meterse con mi temple de gelatina.


Ya, ya: que no me puse a leer sus entrevistas y reseñas completas. Solamente me deslicé un rato por la sección de su sitio web titulada “BIO”; aterrizando mis ojos, de cuando en cuando, en alguno de los párrafos que dividían puntualmente la información. Así supe que era oriunda de Argentina y llevaba diecisiete años radicando en México, y que su palmarés no sólo contaba con el premio antes mencionado. Igual, ya no me quedaba duda; se trataba de una mujer, una compositora y una cantante, como señalan las letras blancas de su página, llamada Cielo Pordomingo. Si el nombre lo había creado ella o alguien más, era algo que aún estaba por ser descubierto.


Les digo: no hice una investigación a fondo. Y es que el problema no era pasar un día con ella y hacer anotaciones ocasionales en mi libreta; aquello que doblaba mis flácidos nervios era El Porrazo. Aquí tendré que hacer una breve acotación —¿otra? Sí—: El Porrazo es la sección de Out of the Box que propone conocer la parte humana de un artista mediante una entrevista informal. Como su nombre lo sugiere, esta suele llevarse a cabo mientras sus participantes se fuman un porro —un gallo, un dubi, un toque, una seca (en jerga argentina)—. La charla es documentada en audio y video.


Como anticipé que sería breve, y como ya me tomé la libertad de detallarlo en el episodio pasado de estas crónicas, me limitaré a decir que no me gusta estar frente a cámaras. Gladys lo pidió, pero fueron Los Güeros quienes hicieron la labor de convencimiento. Dardo envenenado a la vanidad: “no te ves nada nervioso en la pasada”, decía Anyel; “¡eres una verga!”, alentaba César, quien tiene el don de motivar a las personas. Como dato curioso, les diré que la única —por ende la mejor— explicación que he escuchado del porqué los mexicanos usamos tanto la palabra “verga” para expresarnos, decía más o menos así: “porque es lo mejor y lo peor que te puede pasar a la vez; cuando quieres una verga, y la obtienes, es cómo: ´¡verga, sí!´. Y cuando no la quieres y te la dan, gritas: `¡vergaaaaaaa!´. Por eso algo puede estar, o verguiiiisima, o de la verrrga”. Filosofías de borrachos y temas para tesis lingüistas, supongo. ¿Es que acaso el lenguaje moldea a una sociedad o viceversa?


El caso es que me convencieron, una vez más, de ser el anfitrión de la sección. Así como no tengo reparo en enlistar mis defectos, tampoco lo encuentro en admitir mis virtudes; no soy un sujeto al que fácilmente se le acaben los temas para hablar y me considero honesto. Me siento libre de no fingir interés alguno cuando algo no me importa. La música de Cielo y su trayectoria, de entrada, me interesaban… ella me parecía interesante… inteligente. Y yo necesitaba un tema inteligente para la entrevista.


¿No que me creía una enciclopedia andante? Sí, vaya, que me tomo un café con quien sea cuando sea, en cambio ser observado por una cámara, estar obligado a llenar espacios vacíos de tiempo, y tener reflectores encima ya es otro mambo. Si aquella plática iba a dejar evidencias para la posteridad, más me valía hablar de algo interesante y, sobre todo, era imperativo tener un plan para no hacer el ridículo en un video que podría atormentarme durante el resto de mis días. (Ja, ja. Esperen lo que se viene a continuación).


Por el tragaluz que ilumina mi regadera, se coló la inspiración el mismo día de la grabación. <<¿Qué es lo peor que puede pasar?>>, pensaba, <<¿cambiarle el nombre? No digas tonterías, ¿tocar un asunto delicado? Se pide perdón y ya. ¿Quedarme callado?>>. Esto último me hizo reflexionar; enmudecer frente a cámaras era algo que me aterraba, aunque, por otro lado, había encontrado el objeto central de una plática con bastas vertientes, y que por varias de ellas podrían asomarse las diferentes perspectivas que Cielo tenía respecto a la vida.


Vale pues, tal vez estaba exagerando, pero era lo único que se me ocurría y a ello me aferraría. El “no lo pienses demasiado” se fue por la coladera junto a la mugre que había acumulado durante un par de días —ya saben, eso de andar encerrado en casa hace que ducharse diario carezca de sentido—. Mientras más vueltas le daba al asunto, más maneras se me ocurrían para abordar el tema: el silencio.

El Porrazo, 2020, por César Valverde.

En terrenos musicales, recordé la existencia de una nota que indica silencio y que es de suma importancia para la creación de una melodía. Luego traté de empatizar con el trabajo de alguien que se dedica a crear canciones; no me parecía una locura creer que un artista musical, por mucha que sea su pasión, necesita ratos en absoluto silencio. Digo, imagino que un chef llega a su casa después de una jornada laboral y lo último que quiere es entrar a su cocina para prepararse un sandwich. Yo me dedico a las letras y no uso mis descansos para leer las profundas revelaciones que se les presentan a mis amigos de Facebook.


Así mismo, poniéndome en zapatos ajenos, llegué a la conclusión de que el silencio más incómodo, el más temido, para alguien que se desenvuelve en las artes escénicas, debe ser ese que, por insatisfacción, sustituye los aplausos del público. ¡Qué horror! ¿No creen? Ya más entrado en eso de los silencios incómodos, me vino a la mente el diálogo de Mia Wallace (Uma Thurman) y Vincent Vega (John Travolta) en Pulp Fiction:


—¿No odias eso?

—¿Odiar qué?

—Los silencios incómodos. ¿Por qué sentimos que es necesario parlotear sobre tonterías para estar cómodos?

—No lo sé. Es una buena pregunta.

—Así es como te das cuenta que has conocido a alguien especial; cuando te puedes callar la puta boca por un minuto y compartir cómodamente el silencio.


Obviamente tenía que incluirlo en la entrevista. Eso y toda la lluvia de ideas que empapaba mi cerebro mientras con una toalla secaba mi cuerpo. Desnudo, frente al espejo, puse en práctica la manera de introducir la sección, porque qué aburrido sería sólo llegar a decir: “hola, Cielo querida, dime todo lo que se te ocurra sobre el silencio”. Oh no, mi plan era quedarme callado un minuto, actuando como si hubiera olvidado lo que iba a preguntar, creando una tensión entre nosotros dos y todos los miembros de la producción, y luego, ¡bam! Cuando estuvieran a punto de cortar la filmación y darle otro intento al pobre conductor, intervendría con una sonrisa más carismática que la de Oprah y daría a entender que esa sensación incómoda que acabábamos de experimentar era algo premeditado y logrado gracias a mis, hasta ese momento, desconocidos dotes interpretativos. De ahí daríamos por concluido el prólogo y entraríamos de lleno en el tema y sus variantes. El resto del programa se iría como agua.


A ver, plan infalible no era, pero tampoco se lee tan mal, ¿o sí? ¿Cómo iba yo a saber que no necesitaría de un guión para crear un momento incómodo? Les digo, el azar es una mano caprichosa que se da el gusto de abofetear en la cara a esos que creen poder controlar el porvenir. Y vaya revés que me acomodó en aquella jornada, pero no nos adelantemos, que ya casi llegamos a eso.


Ya vestido y emperifollado, busqué en mi móvil el itinerario con motivo de saber cuánto tiempo me quedaba para pulir —dentro de mi cabezota— los pormenores de mi intervención delante de cámaras; ocho horas, aproximadamente, aunque faltaban menos de 60 minutos para conocer a Cielo. Misterios de la vida: ¿por qué las noticias que vienen en par suelen ser una positiva y otra negativa? ¿Ya saben cómo? “Te tengo una buena y una mala”. Nadie me lo dijo así, sin embargo esa fue la interpretación que yo le di a la información que obtuve tras revisar el contenido de mi celular.


En el documento que Gladys había enviado, se especificaba que El Porrazo sería llevado a cabo con cerveza en lugar de marihuana. Esta era la buena, pues, aunque soy un simpatizante del uso médico y recreativo del cannabis —aparte de consumidor asiduo—, sus efectos suelen intensificar mi capacidad de divagar; la cual, como ya habrán notado, no es poca aún estando desintoxicado por completo. Por más que esto pueda ser una virtud —como cuando tienes que desarrollar un ensayo escolar sobre un tema que no te inspira nada—, no resulta tan compatible con las interacciones sociales. Empatar la labia con una mente dispersa es todo un desafío, ya ni se diga la mente alborotada con humos mágicos de un individuo que padece de pánico escénico. Así es, El Porrazo sin porro podría ser una decepción para la audiencia, en cambio era un alivio para el anfitrión.


Ahora la mala. El mensaje más reciente en el chat tenía como remitente a Lily, la única miembro que yo desconocía —porque todos los demás integrantes eran amigos y compañeros con quien ya estaba familiarizado—. Se me ocurrió entonces que Lily podía ser el nombre verdadero de la artista que protagonizaría la sesión del día, y así quedaba esclarecida una incógnita que aún no había resuelto. Descarté esta teoría al caer en cuenta de que el recado estaba redactado en tercera persona; en él se pedía atentamente mantener la sana distancia con respecto a Cielo y usar cubrebocas en todo momento. Seguro se preguntarán por qué eso sería algo malo, ni que estuviera exigiendo bagels de salmón ahumado y leche de soja orgánica light para su café. Sí, ya lo sé. Pero en mi bagaje personal, este amable recordatorio tenía una connotación negativa. Ya les explico.


Resulta que, durante el viaje que emprendí antes de averiguar a qué me quería dedicar en la vida, tuve la fortuna y desgracia de encontrarme con diversas personalidades de la farándula y el espectáculo —modelos, influencers, líderes de opinión, actores y un largo etcétera—. Así aprendí que muchos ídolos de las masas son seres sencillos y amigables que suelen ser idealizados por la imagen que muestran ante una pantalla. Por otro lado, están aquellos cuyo ego no cabe en red social alguna ni programa de televisión; esos que disfrazan su pedantería y maldad con una encantadora sonrisa. Ahora, no es ninguna ley general, sin embargo, en mi experiencia, la mayoría de los “famosos” insoportables cuentan con una especie de asistente/vocero/palero; un secuaz al cual pueden mangonear a su antojo. Vacilé con la idea de que este era el caso de Lily y Cielo, los nervios que había aplacado con un plan estructurado se derrumbaron cual torre de Jenga en un hospital para pacientes con parkinson. Pensé: <<voy a pasar el día con una ganadora del Emmy que se comió el papel de estrella merecida por nadie>>.


No podía estar más equivocado. Cuando por fin conocí a la señorita Pordomingo, sí me dio la impresión de estar delante de una estrella; su cabello castaño, casi rubio, largo y lacio, resplandecía; su forma de hablar era melódica, encantadora; y portaba unas gafas de sol gigantescas, espaciales, de esas que sólo se le ven bien a leyendas del rock y a personajes en películas futuristas. Ella los portaba con estilo; ella, en sí, desbordaba estilo. Sin embargo esto no le impedía ser amable; el cubrebocas no era obstáculo para notar que sonreía desde su llegada al lugar de la grabación.


Lily, por su parte, resultó ser otro pan de dulce; una mujer mexicana de risa fácil y auténtica, alta con pelo chino y alerta en todo momento. A pesar de que era ella quien descargaba los múltiples instrumentos, las mochilas y un par de sillas plegables —las cuales, una vez montadas, se antojaban sumamente cómodas—, no daba la impresión de que fuera la subordinada de una artista. Al contrario, aquel dúo parecía formado por dos personas que conocen perfectamente sus responsabilidades, y que dan todo de sí mismas para cumplirlas y que todo salga impecable.


En fin, las dos eran un encanto. Tanto así que no fue nada difícil acercarme a ellas y platicar de cualquier cosa, literalmente. Fue así como supe que Cielo tampoco estaba en contra de la marihuana, pero que, al igual que yo, prefería fumar cuando no quedaban más pendientes en la orden del día. Después les confesé lo nervioso que me ponía aparecer frente a una cámara, a lo cual se mostraron comprensivas y, afortunadamente, seguirían en el mismo tono cuando, horas más tarde, pondría en marcha uno de los espectáculos más vergonzosos de mi vida. (Ya mero lo veremos, lo prometo).


Cielo Pordomingo, 2020, por Pato Pacheco.

Mientras el equipo de Out of the Box iba de arriba a abajo, conectando cables, encerrando a los perros de Pato y Gladys —en cuya morada se llevaba a cabo la movida—, montando tripies y probando luces, Cielo y Lily desmenuzaban todo lo que yo tenía que saber sobre el mate —así es; ni café, ni té negro con leche de soja orgánica light, Cielo toma mate—. Que si en reuniones todos beben de la misma bombilla y envase; que si mate es tanto la hierba como el vaso; que si el gobierno de Argentina hacía campañas para que en tiempo de pandemia no se compartiera; que si solamente se daba las gracias cuando ya no querías beber más.


No sé, tal vez me interesaba mucho el tema porque este brebaje suena como el perfecto sustituto para mi adorado café, el cual no puedo estar bebiendo todo el día porque la cafeína me altera demasiado. Tampoco estoy tan seguro de que a Cielo le inspirará hablar de ello, pero vaya que le gusta tomarlo; a esa hora del día, minutos antes de las cuatro de la tarde, ya había ingerido un litro de mate. Y aún le faltaba bastante por beber.


Así se nos fue el tiempo, comentando cosas por el estilo que tenían poco, o nada que ver con su trabajo. Y es que me sentía demasiado cómodo; me sentía que podía ser yo mismo, y hablar de lo que fuera, y callarme cuando no tuviera nada que decir. Incluso a ratos olvidaba que en una horas me estaría enfrentando a una cámara. A ratos, porque cuando me acordaba los nervios regresaban y no me quedaba de otra que prender un cigarro. Ese era un buen tema también; los vicios a los cuales recurrimos cuando nos encontramos sumidos en un silencio indeseado. De hecho, alguna vez escuché que la palabra adicción se compone del prefijo griego “a”, que indica una negación, y del latín “dicción”, que es la acción de hablar. Entonces “adicción” significa: “lo que no se dice”. A mí me gusta esta explicación, aunque el internet no opina lo mismo.


Seguramente eso fue lo que apunté en la palma de mi mano para recurrir a ella en caso de perder el hilo de la conversación a media entrevista. Y digo seguramente porque, tras dos o tres untadas de alcohol en gel, mi recordatorio se volvería completamente ilegible. Mientras tanto, Lily ponía una ligera capa de maquillaje sobre el rostro de Cielo, tan ligera que apenas se podía notar la diferencia, y le mostraba las opciones de vestuario a Anyel, quien había creado la paleta de colores para la sesión de fotos fijas y las de video. Realmente ninguna ropa iba de acuerdo al plan de La Güera —¿lo ven? Planear es absurdo—, pero ya saben cómo dicen: “the show must go on”.


Así como llegó enfundada fue que se mantuvo por el resto del día. Traía un suéter azul cuyas mangas, la mitad de ellas, combinaban con su falda roja. Si de música sé poco, he de reconocer que mi conocimiento sobre diseño de modas se encuentra tres metros bajo suelo. Aquella falda larga me parecía hecha de lona, y sus múltiples y amplios compartimiento se me antojaban ideales para un día de esos en los que tienes muchas cosas que cargar y no quieres llevar una mochila a todos lados. Su calzado eran unos botines, azules también, con una plataforma de, por lo menos, 10 centímetros. En resumen, y como ya lo dije: Cielo se veía futurista.


Una vez estando todos y todo listo, nos encaminamos al lugar donde Pato iba a tomar las fotos. Los Güeros y yo nos fuimos en un auto, Lily y Cielo en otro y Gladys y su esposo, Patricio, decidieron caminar. No era un asunto de distancias, los que elegimos el coche fue porque; o teníamos zapatos muy altos; o llevábamos material imprescindible y pesado; o porque arrastrábamos una pereza inmensa que hubiera hecho imposible subir por la inclinadísima pendiente que culminaba el camino —mi caso particular—. Al llegar allá, todo continuó como si nos hubiéramos teletransportado.


Lily bajó e instaló las misma sillas plegables que invitaban a cualquier experto en comodidad —dígase yo— a sentarse; Out of The Box a probar flashes, corroborar marcas y acomodar las cajas que adornarían el fondo; Cielo esperó su llamado mientras tomaba mate; y este que escribe escuchaba lo que ella contaba entre sorbo y sorbo.


No fue precisamente nostálgico el tono con el cual Cielo recordó que en ese preciso lugar, cuando recién había llegado a Querétaro, ella solía “guitarrear y tomar vino” con sus amigos por las noches. Se escuchaba, más bien, sorprendida, “¡che, cruzábamos Bernardo Quintana corriendo!”, dijo. Para quien no lo sepa, Bernardo Quintana es la avenida que atraviesa la ciudad de sur a norte (noroeste), probablemente la más popular de la capital y del estado. Sin necesidad de afinar mucho la vista, comprobé que, en pleno 2020, a eso de las cinco de la tarde, no pasaba un sólo segundo sin que un vehículo motorizado transitara por la calle recién mencionada.


¿Han tenido esa sensación de percibir diminuto un lugar que durante su infancia les parecía enorme? Bueno, analizar Querétaro desde las perspectivas de antaño resulta, forzosamente, el caso completamente opuesto. Todos ahí rebasábamos los 25 años, y la mayoría son oriundos de la tierra del Gallo Blanco y las enchiladas que se parecen mucho a las potosinas y a las zacatecanas, pero hasta los forasteros habíamos llegado a tiempo para ser testigos del ritmo bestial en el cual creció la ciudad. Quizás ese era el tipo de silencio que se hacía cuando un comentario individual obligaba a un grupo entero a reflexionar. Tomé nota de ello con el afán de recordarlo para la entrevista; obviamente eso no pasó. Seguimos.


Querétaro, 2019, por Pato Pacheco.

Las fotos estaban quedando muy chulas, en este momento ustedes ya lo habrán notado en las imágenes que Gladys selecciona para embellecer esta crónica. Como yo no tenía otra cosa que hacer, más que golpetear mi pluma contra la cubierta de mi cuaderno, mi mente navegó entre dos corrientes de pensamiento. Una decía que cualquiera que sólo viera sus fotografías, adoptaría la idea errónea de que Cielo es más seria que Buffalo Bill comiendo Zucaritas mientras mira por TV a Homero Simpson adornar su casa con luces de Navidad. La verdad es que, en cuanto abandonaba sus solemnes poses, cantaba y bromeaba como una niña en día de campo. “¡Qué divertido es esto!”, decía. La otra corriente ya la podrán imaginar: la entrevista.


Más específicamente: le daba vueltas al asunto de si debía hablarlo con mis camaradas de la producción o tomar a todos por sorpresa. Cuando terminaron de hacer las fotos, Cielo dijo: “quiero mate”. Y en el trayecto de regreso, yo me limité a avisarles, a César y a Anyel, que planeaba quedarme callado en los primeros momentos de la sección; que no se asustaran ni reiniciaran el equipo de grabación. (Estúpidos planes).


De regreso en la primera locación, Gladys nos preguntó qué cerveza queríamos tomar durante El Porrazo, pues la cuenta regresiva era cada vez más corta y ponerlas a enfriar era obligatorio —creo que sólo los bávaros beben cerveza tibia por gusto—. ¡Vaya! Esas sí que eran atenciones de primera. ¿Servicio a la carta y todo? ¿Acaso los amigos de OOTB atendían un bar cuando no estaban invirtiendo tiempo y energía en el séptimo arte? ¿Estaban dispuestos a conseguir, fuera cual fuera, el capricho de una compositora profesional y de un entrevistador amateur? No precisamente.


Nuestra directora y productora aclaró que las opciones eran los cuatro tipos de cerveza que produce Mitote, una marca local, artesanal y gourmet. Ah sí, porque estos amigos míos son grandes partidarios del consumo local, y no suelen perder la oportunidad de impulsar a quienes los rodean. Incluso podría asegurar que de esta ideología surgió el proyecto que ahora leen y que ya han podido apreciar en video. A Lily y a Cielo les fascino la idea, en cambio yo tuve el atrevimiento de decir algo muy similar a esto: “chale, no me gusta la cerveza artesanal”.


¿Que ahora era yo el que se las daba de estrella? ¿Que soy un malagradecido? Para nada, era sólo un comentario, lo juro. ¿Que si no me gusta alterar mi estado de conciencia con espirituosos? ¡Qué va! Claro que me agrada, y no poco —lo digo con honestidad, mas no con orgullo—. Lo que pasa es que, hace apenas un par de años, yo no era capaz de tomarme más de dos cervezas en una fiesta o reunión. El hecho de que hoy en día pueda pasar una noche entera “cheleando”, se debe más a una cuestión económica y no tanto a mis gustos.


¿Que la chela es lo mejor? Lo he oído un millón de veces. Miren, por sabor, mi bebida favorita siempre será el agüita de limón que hace mi mamá. Ahora, en cuestión de efectos, me decanto más por sustancias que no llenan tanto la barriga y cuya reacción es más rápida. No fue hasta que me independicé, y descubrí que dos caguamas cuestan una quinta parte del bourbon más barato, que le agarré cariño a la cerveza. ¿Entonces qué sucede con la artesanal? Pues me parece más amarga, más pesada y menos refrescante que una comercial. Además, por obvias razones —su elaboración no industrializada—, suele ser más cara. Obviamente me puedo tomar una, ya ni se diga si es regalada; en serio que era sólo un comentario.


Cerveza Mitote, 2020, por Pato Pacheco.

Tal vez fue que no calculé bien mi tono —jamás se puede descartar— y soné como un cretino; quizás fuera una especie de premio de consolación puesto que me estaba prestando a hacer algo que no me gustaba —pararme frente a cámaras y eso—; o, pudiera ser, simplemente, que Gladys es la bondad andante. Dijo: “tengo whisky, ¿prefieres?”. Controlé mis impulsos para no besarle los pies y asentí con la cabeza como si estuviera al borde de un ataque epiléptico. Lo dicho: por alguna razón inexplicable, las noticias que vienen de a dos suelen conformarse de una buena y otra mala. “De cualquier manera tienes que mencionar a Mitote porque nos está patrocinando”, añadió Gla.


¿Hacer un comercial? Eso interfería con aquello que yo llevaba planificando desde tempranas horas, pero no podía quejarme; iban a darme mi medicina predilecta para la ansiedad y los nervios: el buen e infalible escocés. Además aún había tiempo. Ya me inventaría algo para adecuar el anuncio publicitario a mi guión mientras César hacía las entrevistas técnicas de Sonido 13. (“No lo pienses demasiado”. Sí cómo no).


A continuación surgieron varios temas que, favoreciendo a mi salud mental, lograron distraerme de aquello que se vendría a futuro. Lily desempacaba y montaba los instrumentos cuando, por fin, encontré el momento ideal para hacer la pregunta que llevaba rato rodeando mi cabeza cual buitre esperando la muerte de su almuerzo. Y la respuesta era como una manada en épocas de sequía para esa ave de rapiña.


Cielo Pordomingo era el nombre y el apellido que se leía en su acta de nacimiento, en su pasaporte y en sus boletas de primaria. La idea había sido del padre, el señor Pordomingo, quien, según palabras de su hija, “se hacía el boludo” cada que su esposa aseguraba que se le había ocurrido porque una de sus exnovias se llamaba igual. Yo se lo dije tal cual lo había pensado antes —bueno, más o menos—; que su nombre era bellísimo y parecía presagio de lo que iba a ser su profesión.


Curiosamente, y aunque no le quita a la historia esos aires de romanticismo, las razones de su primer acercamiento al arte fueron muy terrenales. La madre quería que su hija tomara clases de piano desde temprana edad, pues la música le había salvado la vida —le había dado una fuente de ingresos— a ella cuando era joven. “Es maestra de música, y toca el piano, pero todo lo hace muy laboral. Perdió a su papá de muy chiquita y tuvo que trabajar, entonces fue maestra de piano por necesidad”, nos contó Cielo sobre su progenitora, “pero no muy fanática, yo era la única loca de la familia”.


Tal vez no fue su nombre una predisposición para adentrarse en las artes —tal vez—, pero si fue un motivo para soltarse un poco de la timidez que le dificultaba subirse a bailar ballet en un escenario, y a dar recitales de piano. Obviamente todo aquel que la conocía se intrigaba por su nombre y hacía preguntas que la pequeña Cielo Pordomingo, probablemente, ya se sabía cual canción.


“Es como si te dijeran: `parate a un escenario y encuerate´”; es la analogía que elige la cantante para expresar que la timidez la ha abandonado del todo… “Parate a un escenario y encuerate”... aún recuerdo el tono y el acento con el cual Cielo describía el sentimiento que la poseé cuando tiene que interpretar una canción escrita por ella.


Porque, claro, yo me desnudo con palabras, pero desde la comodidad y confianza que da tener, como únicos testigos, a un par de perras que me aman —si habláramos el mismo idioma apoyarían todas mis opiniones, la obediencia se cuece aparte— y a los espías del gobierno que hackean mi computadora y su cámara web —a la duda, fuego; ya la tapé con una hoja de papel—. En cambio, no llegaría ni a la mitad si tuviera que leer frente a dos personas todo esto que les narro.


Igual, “tímida”, no es la palabra que usaría para describir a Cielo. En realidad, no me animaría a describir en una sola palabra a Cielo; si han llegado hasta aquí ya lo habrán notado.


—¿Audio corriendo?

—Corriendo —respondió César.

—¿Cámara corriendo? —preguntó Gladys.

—Corriendo —contestó Pato.

Sin necesidad de palabras, estaba claro que a mí se me pedía silencio. Y así respondí.


Una boca cerrada pudiera ser sinónimo de una mente abierta; ya saben, aquellos que prefieren escuchar y comprender antes que refutar e interrumpir. En mi caso —vamos, que no soy ningún gautama—, una labia en calma significa un barco de pensamientos en el ojo de un huracán. Ahí estaba mi atención; hundiéndose en el vano intento por repasar los pasos a seguir durante mi, cada vez más próxima, intervención. Y saliendo a flote cada que Cielo respondía las preguntas que más me gustaban —y que mejor comprendía— de César.


“Juguetitos musicales”, llamó la artista a sus herramientas de trabajo y medios de expresión, pues su educación fue muy rígida y ahora prefiere llevarlo todo al lado del juego. Yo, a eso que Lily había montado antes, le encontraba una forma más similar a la de una cabina de nave espacial. No que haya sido abducido ni nada por el estilo; ya saben, lo que se ve en películas de galaxias muy muy lejanas y transmisiones dudosas de la NASA. Sus instrumentos se llevaban bien con su atuendo; bien hubiera podido pasar por una alienígena con morfología humanoide que eligió su nombre terrícola con base en las primeras palabras que conoció del lugar donde aterrizó.



Como si compartiéramos una suerte de telepatía con señal débil, César propuso un escenario en el cual el mundo llegaba a su fin y había que escoger dos álbumes para llevarse en un cohete. <<Bueno, el vehículo de escape ya lo tiene>>, pensé yo. Cielo negoció que fuesen tres, ¿y quién le iba a decir que no a esa sonrisa?


Para el primer elegido no había dudas: "The Dark Side of the Moon de Pink Floyd". Con mi limitado acervo musical, puedo decir que este disco es mi favorito de la historia, y es que me parece una canción de 43 minutos que cuenta un viaje psicodélico —con tremendas subidas y bajadas— de autodescubrimiento. Se me ocurrió entonces que Cielo y yo teníamos más en común de lo que se podía decir a simple vista. El número dos tampoco fue acompañado por titubeos: “Homogenic de Björk". Honestamente conozco poco —por no decir nada— de esta artista multidisciplinaria islandesa; sé que es tan excéntrica como talentosa, que tiene un séquito gigantesco de admiradores y que hizo el papel protagónico en una película con Lars Von Trier. También estaba seguro de haber leído una clase de comparación entre ella y Cielo en algún rincón del internet. Probablemente era la cita de una revista u otro medio compartida en la página web de la compositora argentina.


En otro momento de la entrevista —ustedes disculpen los saltos temporales—, cuando se le preguntó con quién colaboraría si las posibilidades fueran tan infinitas como oníricas, dijo: “con Björk no, porque le tengo tanto respeto que yo creo que si un día me la encuentro me quedo pasmada”.


En fin, retomando eso de los álbumes a salvar del apocalipsis, su tercera elección terminó por esclarecer las raíces de aquellos sonidos que me resultaban familiares la primera vez que escuché su música; “Mezzanine de Massive Attack”. Las comparaciones entre piezas artísticas me parecen de mal gusto, y ha sido muy reiterado que yo no soy ningún experto que analiza los sonidos de un vinilo mientras fuma pipa —ese es Xono, el fononauta del cual ya hablaremos—, pero era evidente que el trabajo de Cielo Pordomingo tenía muchas influencias de la banda británica. Más adelante ella misma lo verbalizaría, acompañando sus palabras con ademanes de reverencias.


Antes de pasar a la siguiente pregunta, la entrevistada imploró que se le permitiera incluir un cuarto disco en su mudanza planetaria; OK Computer de Radiohead. Otro de esos que me gusta escuchar de principio a fin. La sesión de preguntas y respuestas para Sonido 13 siguió su curso, dejando a su paso información muy interesante —como que las melodías que Cielo compone tienen vida propia y eligen si las líricas serán en inglés o en español— y conceptos técnicos de los cuales yo no tenía ni la más ligera noción —softwares de producción y cosas por el estilo—. Seguramente por aquí pueden encontrar el video.



Como ya habrán intuido, mi ansiedad, provocada por repasar los planes a futuro, no se había aplacado. Cuando Gladys dio por terminada la sección, y anunció que en treinta minutos estaría todo listo para El Porrazo, yo pregunté si podría tener un adelanto del whisky que se me había prometido. Ya no quedaba mucho por hacer más que relajarme y adormecer mi sistema nervioso con tragos de alcohol. Tal vez me relajé demasiado. (Ahora sí se viene lo mejor para los morbosos y burlones; lo peor para mí).


Cual moribundo que acepta su fatídico destino, con un old fashion aferrado a mi mano, escuché atentamente los pasos a seguir para publicitar la cerveza que patrocinaba el programa. No quería hacer un Pedrito Sola, ¿verdad? —“¡Ay, perdón; Hellmann's, Hellmann's, Hellmann's”—. Digo, ¿quién podría culpar al pobre? Cualquier conocedor de mayonesas —como es mi caso— sabe que McCormick es la primera y única opción, pero ese ya es hilo de otro zarape.


La movida no era tan sencilla. Tenía que introducir la sección; presentar a la invitada; convidarle una chela producida por nuestros amigos; sacarla de una gaveta que estaría detrás de mí; mostrar la marca; y servirla en un vaso sin exceder el límite ideal de espuma —¿y yo qué voy a saber cuál es ese?—. Ya después tenía la libertad de efectuar la estrategia que llevaba elaborando todo el santo día en mis adentros.


Algo no cuadraba: ¿cómo iba yo a promocionar algo que no estaba consumiendo? Así fue como llegó a mi paladar el agradable sabor de una Cacao Stout de Mitote. <<¿No que no?>>. Ya les dije: ¡era sólo un comentario!


Sentados en el set que Anyel había embellecido, esperando solamente la orden de “acción”, reiteré a Cielo y a Lily lo nervioso que estaba. “No te ves”, dijo alguna de las dos. Ahí estaban los efectos a medias del whisky; serenando mi cuerpo sin alcanzar aún a relajar mi cabezota. Era hora y yo estaba desparramado en la cómoda y lúdica sala de Pato. (Ahora sí, desesperados).


Ya me sentía con la confianza suficiente para preguntarle a Cielo lo que fuera, sin embargo tener cámaras delante y un montón de gente atenta a todos mis movimientos, me hacía sentir como pingüino reubicado en el zoológico de Acapulco. Ya juzgarán ustedes qué tan suelto me veo momentos antes de la tragedia. La entrevista comenzó como debía; “Cielo Pordomingo… ¿cómo te va?... ¿se te antoja una chelita?”.


Hasta ahí todo normal, el problema se desató con el movimiento, completamente antinatural, que yo tenía que hacer para alcanzar la cerveza de la gaveta sin que mi anatomía saliera de cuadro. Incluso habíamos practicado para conocer los límites en los cuales la toma me decapitaba, y mis amigos me habían dicho: “levántate del sillón como lo harías normalmente, sólo no te levantes tanto”. ¿O sea, cómo?


La cuestión era que, “normalmente”, no me quedaría en cuclillas con el trasero a centímetros del asiento. “Normalmente”, me estiraría por completo, sacaría la cerveza y me volvería a sentar. Así, procurando cuidar los detalles que se me habían encomendado, olvidé la parte más importante del espacio publicitario: mostrar el producto.


César, guardián de la toma fija, fue quien me hizo el amable recordatorio: “Carlitos, ¿podrías enseñarnos la cerveza?”. Por supuesto que podía, y de paso aprovechaba para abrirla y servirla —tareas que también había olvidado hacer—. Fue en alguna de estas acciones que mi torpeza tomó el mando de una ruta que yo tenía perfectamente calculada. Mi adrenalina era directamente proporcional a la sensación de estarla cagando y dejándolo todo documentado, por eso les pido consideración si es que no recuerdo los hechos tal cual fueron. (Seguramente todo fue peor que cómo aparece en mis memorias).


Total que, ya fuera en la destapada, la servida o la mostrada de la cerveza, tiré los objetos que adornaban el centro de la mesa que me separaba de mi entrevistada. Esos objetos no eran otros que los álbumes de Cielo Pordomingo —un disco compacto y un vinilo—. ¿Alguna vez han sabido, sin necesidad de verse en un espejo, que han enrojecido porque sienten el calor en sus caras? Bueno, mis mejillas ardían. Yo sólo quería ocultarme bajo mi gorra, pero “the show must go on”, ¿saben? Intenté ser lo más profesional; “upsi”, exclamé para luego enfilarme a continuar como si nada hubiera pasado. (Obviamente algo había pasado).


"El Porrazo", 2020, por César Valverde.

En esta ocasión, fue la protagonista de la sección quien, ahí delante de nuestra futura y basta audiencia, dijo entre risas: “¡pero mostralos!”. Aunque probablemente yo lo merecía, ella no fue grosera; simplemente recalcaba algo lógico. <<Bro, estás haciéndole una entrevista a una artista y derrumbaste el fruto de su trabajo, ¡levántalo!>>, concordó con Cielo una voz en mi interior. ¿Que si lo hice? Pues me esforcé, sin embargo Anyel tuvo que entrar en la escena y salvarme el pellejo. Esos portadiscos son la misma estafa que los empaques abrefácil; se necesita mucha habilidad para hacerlos cumplir el motivo de su existencia.


“Espero que en edición arreglen todo esto”: ¿lo dije o lo pensé? Ya ni sé. Lo único cierto era que ya no hacía falta fingir un silencio incómodo. Ahí estaban todos, poniendo sus miradas y expectativas en mí, esperanzados en que yo cumpliera con la primera enmienda de la industria del espectáculo. Mi cuerpo congelado y mi sangre hirviendo. Ya no hacía falta, pero igual seguí con el plan. (Con el estúpido plan).


“¿Qué te parece si hablamos de…”, y lo hice, me quedé callado. Yo no sé qué penitencia cargaba, pero no me había ridiculizado lo suficiente. Mi silencio incómodo artificial resultó en incomodidad genuina para mí. Del minuto que pretendía, creo que duré quince segundos sin hablar. Seguro menos. “Uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras”; una de las frases favoritas de mi papá. Yo no era esclavo, era un intento de Ádal Ramones secuestrado por su silencio y, para acabarla de joder, con síndrome de Estocolmo.


“... los silencios incómodos?”, finalicé mi frase, acompañándola con la sonrisa más idiota que encontré en mi repertorio de gestos para la adversidad. El Porrazo continuó y, hasta la fecha, no tengo intenciones de ver las grabaciones para saber cómo quedó. Mi memoria está sumergida en una espesa capa de bruma de la vergüenza. Me consuelo con un: “no tan mal”. Y es que hubo momentos buenos, casi mágicos. Por ejemplo cuando le recité a Cielo el diálogo de Pulp Fiction. No lo van a creer, pero —y ahí está la evidencia en video— ella aseguró que ha dado conciertos en los cuales reproduce esa misma charla entre Mia y Vincent traducida al alemán.


Ahí estaba la lección que yo tenía que volver a aprender. Mi instinto era suficiente, no había necesidad de darle vueltas al asunto ni de inventar actos. De haber confiado en el tema que se me ocurrió para la entrevista, y proponerlo tal cual me naciera en el instante, mi cabeza hubiera conservado unos cientos de cabellos y mis pulmones no hubieran recibido más de diez cigarros. Pero ¿qué le hace uno a los caprichos del destino? Además, cuando todo sale conforme a lo planeado, suele faltarle picante al caldo. (Bueno, hay sabores para todos los gustos).


La comida había llegado y todos recargábamos energía para afrontar el último y más divertido tramo de la jornada —la sesión musical—. <<Ya no lo pienses demasiado>>, me recomendaba a mi mismo cuando se me ocurrían mil quinientas formas diferentes de abordar la entrevista que ya había pasado. Aún no me queda claro por qué nuestros alimentos eran vegetarianos, creo que Gladys dijo que ella y Pato intentaban llevar una dieta herbívora de lunes a viernes. Algo se mencionó también sobre el consumo local, tal vez quienes habían preparado el falafel y el shawarma que nos engullíamos eran amigos. Sí, me parece que así estaba la onda.


Cielo Pordomingo, 2020, por Out of the Box.

“Si vas a Argentina, comete una vaca entera”, ordenó Cielo cuando alguien —quizás yo— le preguntó si de verdad la tierra gaucha era la sede de la mejor carne. Hasta Lily confirmó que los cortes del norte mexicano —supuestamente orgullo nacional— se mascan como suela de zapato en comparación con las reses de la Pampa. Yo no sé si sea algo muy de México, o muy de Latinoamérica, o muy de la raza humana eso de hablar de comida mientras se come. En cualquier caso así lo hicimos.


Luego, ya con las tripas apaciguadas, cada quien retomó sus labores. Lily y Cielo a conectar los instrumentos que faltaban; Pato y César a montar iluminación y verificar cuadros; Anyel a ingeniar una linda escenografía; Ruben, el ingeniero de audio, a echar a andar la consola; Jerry, nuestro artista plástico favorito, a maquillarse a sí mismo —puesto que le tocaba interpretar a Xono, personaje de su propia creación—; y Gladys a presionar para que todo estuviera listo en tiempo. Mientras tanto yo bebía en un rincón y hacía anotaciones esporádicas en mi cuaderno. Aquel whisky ya no era para enjuagar mis nervios; era para celebrar.


¿Cómo que celebrar qué? Los motivos ahí estaban; a pesar de ser un fiasco como conductor de programas televisivos, yo no había recibido mentadas de madre ni amenazas de muerte, y lo que restaba de mi trabajo —al menos por ese día— era pasar un viernes con mis amigos, buena música y alcohol gratis. Me sentía agradecido y más ligero que las pijamas de Norma Jean Mortenson. Si esas no son razones para festejar, no sé cuáles lo sean.


Reflectores, bombillas y los coloridos controles de la nave espacial de Cielo —“sus juguetitos”—, iluminaban la escena principal. Cielo también brillaba. Todo el día nos acostumbró a su sonrisa, pero no se le había visto curva tan pronunciada en la cara hasta que comenzó a hacer música. No era difícil adivinar que, debajo de su cubrebocas, el rostro de Lily estaba igual.


Sólo ella y Ruben escucharon la primera toma de Lunático. Bueno, ellos dos y Cielo, claro. Por problemas técnicos —gajes del oficio— sólo quienes tenían audífonos conocían la música que se creaba cuando nuestra concertista hundía sus dedos en los teclados y golpeaba con sus baquetas una superficie de silicona. Todo tuvo sentido cuando arreglaron la bocina; los tecleos, las batuqueadas y la danza de Lily.


Tal vez el whisky ya estaba pisando con más fuerza, y por eso olvidé que estábamos en una producción de video y no en un concierto. El mundo de la cinematografía es una mágica ilusión —¿o simulación?—; lo que ve la audiencia es sólo la punta de la nariz de Pinocho asomada por un hoyo de la gloria. Hay mucho trabajo detrás de lo que se ve en pantalla. Bueno, pudiera ser que todas las artes sean así, y que por eso horas antes, para Sonido 13, Cielo había dicho: “yo soy de las que trabajo, trabajo, trabajo”. Sí, es probable que por eso comprendía que habría de tocar dos o tres veces más la misma canción. En cambio yo creí que, luego de mis aplausos, pasaríamos a la siguiente rola y después a la siguiente y así hasta bien entrada la madrugada.


Entre toma y toma, Lily cubría a Cielo con una chamarra, le frotaba los brazos con las palmas de sus manos o le acercaba una microdosis de whisky para que no se le enfriara la garganta. Ya cuando tocaba tocar —rebuzna la abundancia—, la mirada de estas dos parecía atraída por fuerza electromagnética. Lily jamás dejó de bailar; ni en la toma dos de la primera canción, ni en la tres, ni en la uno de la segunda, ni en las siguientes.



La imaginación que desarrollé durante la infancia, altamente influenciada por fanáticos de la ciencia ficción, y que todavía conservo, me transportó de nuevo a un escenario intergaláctico. Y es que así sonaba The Place of Death; galáctica. Sí, bueno, que mi conocimiento musical es un lamento ya lo sabemos, pero incluso intenté hacer onomatopeyas, y creanme que es imposible; ”!¡pipipipipiupiú pipipipipiupiú!”. ¿Ven? Parece más un pollito hambriento que una rafaga de dardos láser. “Sonidos galácticos” les tendrá que bastar —o pueden buscarla en Spotify—.


Cuando fue el turno de Xono ya hasta parecía que se querían meter con mi salud mental. Capaz que este fononauta había contactado a una compositora y cantante alienígena que había elegido su nombre con base en las primeras palabras que conoció del lugar donde aterrizó. Capaz que Cielo Pordomingo sabía algo que los demás no, y estaba apunto de despegar en una nave espacial con sus cuatro álbumes favoritos, y en compañía de un extraterrestre fanático de la música glocal.

La sesión terminó y yo platiqué un rato con Cielo de asuntos aleatorios. Me sentía cómodo con ella, y eso que el whisky ya mareaba. También entrevisté a Lily. Tan linda ella; fue la primera que sostuvo mi moral decaída diciéndome que El Porrazo había salido bien —amigos, de “bien” a “no tan mal”, hay un salto cuántico—. Mientras regresaba los instrumentos al auto, me explicó que, como ya la había escuchado de boca de Cielo, sus labores en ese equipo que habían formado eran muchas.


“Yo hago todo lo que no sea música”, dijo riendo. Ya más en serio, contó que lleva alrededor de 20 años dedicándose a la producción, principalmente de eventos culturales. Y que con Cielo coincidió en el gremio teatral. Ella fue artífice de esa página web tan guapa, lleva las redes sociales y consigue giras y conciertos. Ha participado en este proyecto desde su gestación y dice que todo lo que ha tenido que aprender sobre una carrera musical, ha sido de la mano con la compositora que hoy en día representa. “Soy la jalacables, la manager...”, bromeó Lily de nuevo.


“¡Eso es súper básico! La clave para un manager es que te guste su música y que haya confianza entre manager y el artista. Su música la vas a escuchar todo el día, todos los días... me encanta lo que hago, me encanta su música, creo muchísimo en su proyecto; en lo que hace. Todo es genuino. No es un producto comercial que busque sólo vender, o mostrar cuerpo para vender, porque no hace falta, ¿no? Esa visión la tenemos en común”.


<<Ojalá que algún día se acabe la pandemia y podamos compartir un mate>>: ¿lo pensé, o así me despedí de Cielo? No lo sé. Las invitadas se marcharon y yo me quedé con la pandilla de Out of the Box; porque me caen bien y porque necesitaba un aventón de vuelta a casa.


A eso de la media noche, mis camaradas lucían frescos y con el espíritu alto, y eso que ya habían levantado todo el equipo que se usó durante la jornada. Yo ya me hidrataba con agüita natural y fumaba marihuana para evitarme una resaca. El día siguiente iba a ser largo también y más valía estar descansado. Gladys me dijo que me tocaría hacer El Porrazo con la banda del sábado y que el domingo ya le tocaría a César llevar la entrevista, pues ese grupo exigía mucho tacto y respeto a su cosmovisión. Yo no podía estar más de acuerdo con ella.


Me sumí en uno de esos silencios súper cómodos. Sentí cómo mi cuerpo perdía todas las tensiones y en medio de mi letargo se me ocurrió: <<el tema de pasado mañana será la resaca... los métodos para curarla... los mitos que la rodean ...>>. Ya saben, intenté no pensarlo demasiado.


Queden pendientes de las próximas sesiones y suscríbanse al canal de Out of the Box para más recomendaciones de música glocal.



Carlos


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