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  • Carlos P. Jordá

In xóchitl in cuicatl: Flor y canto; danzas, muerte y un sitio extraño

Actualizado: 18 feb 2021


Miren, camaradas, el mundo es un lugar extraño, lo sabemos todos, pero México… México es el país de las maravillas; tierra de los sombrereros locos; el sueño adolescente de una romántica suicida.


Concheros y danza prehispánica en Querétaro
"In Xochitl In Cuicatl" por Out of the Box

Aquel domingo yo me dirigía en taxi al cuartel de In xóchitl in cuicatl. Murales con rostros indígenas, colibrís multicolores, geometría sagrada y alienígenas con el cerebro expuesto, adornaban nuestro camino a las entrañas de San Francisquito. Habíamos llegado al fin del trayecto según el mapa satelital, “¿sí es aquí, joven?”, preguntó el conductor.


Ya les digo: México es un sitio raro. Acá, estar apoyado por un GPS y tener anotada una dirección detallada no es garantía de nada. Hay colonias donde la numeración de las casas parece más una tarjeta de bingo a media partida que una secuencia lógica. Calles tan estrechas que aún estando desiertas serían tortura para un claustrofóbico, aunque, por supuesto, jamás están desiertas. Autos viniendo de ambos lados y estacionados en ambos lados también, subidos en la banqueta, claro, donde hay banquetas. Y gente a todas horas, transitando, esquivando sin cautela vehículos motorizados —igual en marcha que en reposo— o simplemente en lo suyo; hablando con el vecino, atendiendo su negocio o viendo la vida pasar desde el marco de su portón.


Más o menos así pintaba el panorama aquella neonata tarde dominical en San Francisquito. Yo sabía que iba al 23 de Valle Revillagigedo, pero ya les expliqué cómo es eso de los números en lares como estos. También me habían dicho que la sesión del día se haría con una familia de danzantes prehispánicos, o algo así entendí, sin embargo la experiencia me decía que en esta parte de la ciudad esa es una referencia que no basta. Así como lo leen: son muchos los concheros que tienen su residencia —y sus cuarteles— en este barrio queretano. “Sí”, respondí a la pregunta del chofer, “creo”, y cerré la puerta del taxi detrás de mí.


Allí, a menos de dos kilómetros del centro histórico, se respiraba una atmósfera distinta a la del resto de la capital; había un algo en el aire que auguraba celebración. Era domingo 18 de octubre, ninguna fiesta marcada en el calendario, o bueno, al menos no en el mío —a los mexicanos nos sobran motivos para festejar, lo que nos faltan son días—. Igual el tiempo transcurría diferente; se notaba en el andar, constante pero sin prisas, de los peatones, y en la paciencia de los conductores, que se detenían o se orillaban, para ceder el paso a un camión de pasajeros. En barrios como este, a leguas se distingue a un forastero.


¿Me veía desorientado? Seguramente. Por ninguna parte encontré señales de estar en el lugar correcto. Ni rostros conocidos, ni cabezas con penachos, ni el dichoso 23, ni los autos de mis compañeros de Out of the Box —algo fuera de lo común, pues yo ya iba tarde y la costumbre es que me citen, por lo menos, una hora después de la llegada del resto—. Na de na. Quizás fueran mis torsiones de cuello en todas direcciones o que traía una libreta en la mano, el caso es que una señora de corta estatura y sonriente acudió a mi auxilio. “¿Qué busca, joven?”, dijo.


Bien, de perdida mi escurridiza juventud se hacía notar; ya el taxista y esta mujer misteriosa me lo habían hecho saber, y no es poca cosa teniendo en cuenta que era el último día de un fin de semana muy ajetreado. ¡Y lo que faltaba! A decir verdad, no recuerdo con exactitud cuál fue mi contestación, probablemente fue un balbuceo entrecortado que se escuchó un tanto similar a esto: “mmm... vengo con unos chavos que van a grabar… ¿a unos danzantes?… hacemos sesiones musicales… hacen… y entrevistas…” Pues sí, ¿quién es capaz de articular con palabras su destino si realmente no sabe a dónde va?


“Es aquí, joven”. Las puertas de la reja negra que señalaba la señora estaban bien abiertas, como invitando a cualquier transeúnte a adentrarse en aquel pasillo que desembocaba en un patio iluminado por el sol. Así, ya fuera por la amabilidad de quien me mostraba el camino, o por la luz que se veía al final del túnel, sin pensarlo mucho entré. Nadie me anunció, pero Jaguarcito ya me esperaba.


Si mi vida dependiera de usar una sola palabra para describir ese sitio, elegiría “ecléctico”. Y es que el edificio es un centro habitacional y ceremonial; un espacio para vivir, convivir y comulgar. Danzar, cantar y orar. Estaba yo parado en el centro del patio; a mi derecha la cocina y a la izquierda, casi al pie de una escalera metálica, una motocicleta en reparación. Frente a mí, un pórtico elevado por un peldaño; rastros de una fogata en sus suelos. Y al fondo, pegado al muro, un altar de piedra con estructura piramidal. Repleto de fotografías, flores y otras efigies, símbolos y objetos cuyos significados e historias me serían explicados más adelante. Calculo que medía casi tres metros; del piso a la punta del crucifijo que se sostenía en el último nivel.


“Casa, calpulli; célula; microuniverso; cuartel”, llámenle como quieran, pero el 23 de Revillagigedo, ahí en San Francisquito, tiene su núcleo en ese altar. Su corazón. Y muy cerca de su latido nos sentamos Jaguarcito y yo ese domingo. A decir verdad, no traía una entrevista preparada, pero un vistazo a ese sitio me bastó para que me sobraran las preguntas. Antes de la llegada de mis amigos y colegas, mi anfitrión resolvería una buena cantidad de estas dudas. Empezando por quién era él, por supuesto.


No sé si fuera su estatura —debe andar rondando los 190 centímetros—, la paz que me transmitía su presencia, la sabiduría que se intuía en el contenido de sus palabras y en su forma de hablar, o el haberme enterado de que está casado y —en aquel momento— esperaba el nacimiento de su primer hija; pero hubiera apostado a que son escasos los que atinan su edad. Su nombre de pila es Jorge, cuando lo conocí tenía 19 años y, al ser nieto de un general e hijo de un capitán, heredó el rango de sargento en este cuartel.


danzante conchero queretano
"Jaguarcito en el cuartel" por Out of the Box.

Desde niño se le conoce como Jaguarcito porque su padre es el Jaguar, aunque en realidad su animal regente —el equivalente al signo zodiacal en la cosmovisión azteca— es el xoloitzcuintle, Señor de la muerte. Por ello que de su cuello colgaban unos pequeños cráneos. Según la amiga que se lo obsequió, las cuencas del collar están hechas de huesos humanos; de codo, para ser precisos. Este adolescente, con pinta y trato de hombre en plenitud, me reveló que la noche anterior, ahí mismo, se había celebrado una ceremonia con peyote, lo cual explicaba esos vestigios de hoguera frente al altar. A pesar de haber terminado a las seis de la mañana —quién sabe a qué hora se haya dormido—, Jaguarcito lucía tan fresco como sandía.


Lo sé; esta información, tan clara y precisa como era, dejaba más incógnitas de las que resolvía. Supongo así son las charlas más sabrosas, o por lo menos así son mis favoritas. El diálogo se tornó en una dinámica similar a tocar en una puerta —hacer una pregunta— para ser muy bien recibido en un pasillo con otras seis puertas. Así supe que sustancias como la marihuana, los hongos, el peyote, el alcohol e incluso el tabaco, ahí son llamadas “medicinas”, y deben ser administradas con la dosis correcta, acompañada de las alabanzas pertinentes, e ingeridas en la ocasión adecuada. “Es comulgar; no ponerse chido”, Jaguarcito esbozó una sonrisa fugaz, luego señaló en su propio cuerpo: “mente, ojos, orejas, boca, corazón”.


“Estar presente con todos los sentidos”; y precisamente era lo que hacíamos. Por eso, cuando la atención se me desvió a una de las figuras tridimensionales del altar, mi moreno interlocutor de pestañas tupidas no tuvo reparo en contarme el mito de Tezcatlipoca; hermano de Quetzalcóatl y fundador del mundo. Se arrancó un pie para usarlo de carnada y atraer al lagarto Cipactli, con cuyo cuerpo se hizo la tierra en este planeta que era sólo de agua. “Lo ofrendó”, dijo Jaguarcito, y me animó a acercarme y constatar que, efectivamente, la representación de esta se sostenía en una sola pata.


La charla nos llevó de nuevo a su fornida anatomía, pues uno de sus tatuajes, el que tiene en el antebrazo, atajó el radar de mi curiosidad. “La mariposa cósmica; Ōmeteōtl; el yin yang maya”. En ese momento me limité a apuntar las palabras en mi libreta, sin embargo, tras investigarlo unos días después, he sacado mis propias conclusiones. Primero que nada, Jaguarcito pronunció “Ometeo” para referirse a Ometéotl —similar a la mutación de vocablos como ahuacatl o xocolatl, supongo—; deidad dual creadora del universo en la religión mexica. Lo bueno y lo malo, lo femenino y lo masculino, el día y la noche, la creación y la destrucción armonizando en un mismo ser omnipotente. Sin duda este balance perfecto es justo la sensación que da el símbolo impreso en la piel de nuestro sargento y guía.


Hasta ahí todo bien. Ahora, indagar en internet por el “yin yang maya” puede causar confusiones. La primera imagen que muestra el buscador de Google es la misma del tatuaje, sí, pero a esta se le relaciona más con el dios maya Hunab Ku —igual creador del todo—. Esto a pesar de que arqueológicamente se ha demostrado que la figura pertenece a la región mexica. Parece ser que el símbolo fue adoptado por el mayanismo contemporáneo; una corriente de pensamiento moderna basada, principalmente, en la religión y la mitología de los antiguos mayas. Cada quien elige sus fuentes predilectas, yo me quedo con lo aprendido en el cuartel.


“Ya todo está revuelto”; explicó Jaguarcito cuando el cuestionamiento regresó al altar. ¿Y cómo no? Entre las figuras y símbolos de distintas religiones precolombinas del territorio mexicano, pueden encontrarse piezas de culturas antiguas de otros países —y continentes—, “las ofrendas llegan solas”, dijo al respecto. Bajo la misma línea de la mezcla cultural se mantuvo cuando dio razón de los personajes católicos —arcángeles, santos y demás— que se miraban, no sólo en la pirámide de roca, sino en todo el lugar. Incluso señaló un par de elementos prehispánicos que, cual huevos de pascua, se escondían en uno de los retratos de la Virgen de Guadalupe. “Así le tapaban el ojo a los españoles nuestros ancestros”.


Y así tenía que ser, porque los colonizadores no lograban entender que las creencias de los nativos del nuevo mundo, al menos de la gran mayoría, no eran tan distintas a las suyas. Por ejemplo la idea de que un solo Dios es el creador del universo; ya vimos el caso de Ometéotl y, aún así, los indígenas eran castigados por alabar a otras deidades, aunque tampoco las considerasen exentas del yugo del todopoderoso. Como si los mártires, los ángeles y los profetas no fueran venerados. Cuando la conversación llegó a este punto, recordé la primera vez que había estado en San Francisquito, hace unos cinco años.


Dios de la creación en la mitología mexica
Ōmeteōtl

Un hombre, cuyo apellido y nombre, por desgracia, no logro recuperar de mis archivos mentales; general de otra tropa, bajito, muy delgado y con el cabello largo y cano, me repetía algo más o menos así: “los españoles no fueron conquistadores, ¡fueron IN-VA-SORES! La cultura sigue viva. Nosotros la mantenemos con vida”. Sorbíamos de un vasito con tequila, sentados en su diminuto y abultado dormitorio.


Fue hasta entonces que tuvo sentido el que estuviéramos en un sitio denominado cuartel. “Somos guardianes de los pueblos originarios”, dijo Jaguarcito con la misma serenidad de siempre. El grupo de In xóchitl in cuicatl no solamente se organiza conforme al escalafón militar; en realidad está librando una guerra en contra del olvido y abandono de la cultura, las tradiciones y las raíces. Nuestras raíces. Más tarde averiguaría sobre las conquistas en la danza.


No sé ni cuánto tiempo llevábamos platicando cuando llegó la cuadrilla de Out of the Box. Estaba pasando un rato tan ameno, que no encontré motivación para señalar la demora. Además, y como ya lo dije, los días anteriores habían sido un maratón laboral; hasta yo me sentía cansado, y eso que siempre me tocaba ser el último en presentarse y el primero en marcharse. Y claro, siendo que mi única labor consistía en hablar con los artistas y garabatear en mi libreta, hubiera sido un chiste de mal gusto comparar mi desgaste físico con el de mis amigos. Ellos sí merecían ese tiempo no estipulado de reposo, y al parecer lo aprovecharon. Gladys, Pato, César y Anyel, al igual que Jaguarcito, cargaban con una pulcritud y se desplazaban con una ligereza que no cuadraba con el abultado itinerario de sus 48 horas previas.


De pronto el cuartel se llenó de vida, y no precisamente se lo adjudico al arribo de mis colegas. Ya fuera con el oído o con la vista, noté la presencia de grandes y chicos deambulando por el cuartel. Supuse que había estado en una especie de trance que me impedía percatarme de existencia humana que no fuera la de mi anfitrión o la mía. Y es que toda esa gente, antes inadvertida, ya se encontraba a la mitad de alguna actividad; una niña que iba constantemente cargando cosas y venía siempre con las manos vacías; un par de mujeres maduras que intercambiaban palabras, posiciones, utensilios y tareas dentro de la cocina; murmullos incomprensibles sin dueños; y un cascabeleo marcando el ritmo de alguien que anda de arriba a abajo buscando algo.


Los orquestadores de la producción del día igual no tardaron en poner manos a la obra. Mientras ellos descargaban el equipo y comenzaban a hacer cálculos sobre el espacio y la disposición de las cámaras, Jaguarcito regresó al banquillo donde minutos atrás resolvía las incógnitas que externaba este narrador. Decidí hacerle compañía de nuevo; resulta que soy un practicante activo de ese refrán que dice: “más ayuda el que no estorba”. Aparte las circunstancias no podían ser más propicias para tratar un tema que había estado rondando en mis reflexiones de la semana.


El 12 de octubre de 2020, seis días antes de este domingo que les relato, se cumplieron 528 años de la llegada de Cristóbal Colón a América. En el marco de esta fecha conmemorativa, el debate en redes sociales estaba en punto de ebullición. “¿Por qué habría que rendir alguna clase de homenaje a un evento que abrió las puertas a la invasión, al saqueo y al genocidio?”: era la premisa de algunos. Incluso existían amenazas de derribar las estatuas del navegante genovés en muchas partes del mundo. Y del otro lado, como es de suponer y por razones diversas, había quienes condenaban estos actos “vandálicos”.


Ahora, para entrar en detalles y engranar la cadena de causas y efectos, tendría que desglosar noticias como el asesinato de George Floyd en Minnesota, las manifestaciones feministas en Latinoamérica y hasta la carta que envió el presidente de México al rey de España —exigiendo una disculpa pública por los atropellos de los “conquistadores” en 1521—. Sin embargo, ya que prefiero no divagar, me limitaré a dar mi sobrada opinión en tres breves incisos:


1) Los monumentos me parecen mucho más útiles cuando en ellos se plasma un descontento social. 2) No obstante sigo sin entender qué culpa tiene la triste memoria del buen Cristobal, digo, él no era más que un demente ilustre al cual le prestaron tres barcos. 3) Y, por último, no importa si estás a favor o en contra, si tu raza es la más pura o si tu ADN está más revuelto que huevo de avestruz en una carrera del desierto, la cosa es que no estarías tuiteando al respecto si los acontecimientos históricos no se hubieran dado tal cual fueron —ya saben, efecto mariposa y eso—.


Previamente, Jaguarcito me había preguntado si quería probar la salvia. Y ni siquiera me di cuenta en qué momento puso en mis manos la bolsa de cuero llena de plantas secas, verdes y ramosas. El único conocimiento que yo tenía acerca de la salvia provenía de un compañero de la universidad; contaba sobre alucinaciones y una gran pérdida del control motriz. “No, la salvia sí te pone bien loco”, decía.


Les repito: aquel domingo yo me había entregado a los “tiempos perfectos de Dios”. Ya había tenido suficientes tropiezos el viernes —para más detalles échenle un ojo a la crónica de la sesión con Cielo Pordomingo— y el sábado —queden pendientes de la próxima entrega— como para seguir poniendo resistencia a esos agentes del caos que le dan sabor a la vida. Mi flamante filosofía era simple: si hay comida, come; si hay bebida, bebe; si hay para fumar… ¿pues qué le vas a hacer? Estaba dispuesto a alucinar si tenía que alucinar. Y listo para morir cuando tuviera que morir.


Igual ese día no tocaba. He de suponer que esta hierba era diferente a la que mi amigo de la escuela se refería. No me puso a babear ni a ver rostros derretidos a mi alrededor. En realidad no sentí nada aparte de frescura en la boca y en la garganta. Jaguarcito comentó que la salvia había sido otro regalo de un amigo nativo norteamericano. Preguntó si me había gustado y yo asentí con la cabeza mientras expulsaba una bocanada de humo gris. Tal vez ese día no tocaba, o tal vez sí; antes de irse a resolver sus pendientes, el hombre que me dio la recepción en el cuartel dijo que más adelante podríamos comulgar con polvo de estrella —peyote pulverizado—. Ya saben: yo tenía toda la disposición para aceptar lo que me fuera ofrecido en aquel lugar.


Ahí andaba yo, viendo desde mi asiento cómo se intensificaba el movimiento humano en la casa, preguntándome de dónde emergían las nuevas personalidades que captaba mi vista y fumándome un “porrito” de salvia. ¿Se acuerdan de los cascabeles? Bueno, ahí estaba el tintineo otra vez —¿o nunca se fue?—; acercándose cada vez más, pero sin dejar a la vista quién o qué lo ocasionaba. Parecía venir de un rincón entre el altar y el muro al cual yo daba la cara. De allí mismo salió Borre cargando una escoba.


En realidad no era un muro, era una gigantesca cruz de cucharilla trenzada —próximamente se necesitarían siete personas para moverla—; enmarcada y atada a una estructura de bambú. Y, aunque casi todos en el cuartel se refieren a él como Borre, el tío de Jaguarcito se llama Gabriel.


Hueseras cubiertas con semillas de ayoyote
"Hueseras" por Out of the Box.

El tintineo era producto de sus pasos, pues, si bien andaba con los pies descalzos, tenía las pantorrillas y espinillas cubiertas con semillas de ayoyote . “Se llaman hueseras”, aclaró. En su playera se adivinaban los ojos, la nariz y el bigote de Zapata, “INDIGENÍZATE”, rezaba una leyenda debajo. Su regente no es un borrego, sin embargo, como es común en México, lo apodan así por su abundante cabellera china.

Así también le dicen a César —y por los mismos motivos—, quien en ese instante cruzaba la entrada como por tercera ocasión. Al parecer aún le faltaba una vuelta para terminar de extraer el equipo de grabación de su auto, o algo así rescaté de lo que le dijo a su tocayo de mote. No tardaron mucho en resumir sus actividades, fue cuestión de segundos para que ambos desaparecieran de mi vista. La escoba que traía Borre (Gabriel), de pronto pasó a manos de una de las mujeres que atendía las necesidades de la cocina.


Su nombre es Xochitl. Se lo pregunté mientras juntaba las cenizas dispersas por el suelo del pórtico, formando una pequeña montaña blanca.

—Significa flor, ¿cierto?

—Sí —me contestó con una sonrisa, sin dejar de barrer.

—También así se llama este lugar, ¿no?

—Es el nombre del grupo; In xóchitl in cuicatl, que quiere decir flor y canto en náhuatl.


Jaguarcito regresó a la brevedad para suplir las labores de barrienda. Hasta ahí había llegado aquel diálogo. Xóchitl atendió el llamado de alguien que se dirigía a ella como “mamá”. No alcancé a ponerle un rostro a la voz —infantil y femenina—, ni a escuchar en qué constaba la petición a la madre; la pandilla de Out of the Box ya estaba reunida y lista para empezar a montar lo que sería “el set”.


En los ocho años que llevo construyendo amistad con César, muchas cosas han cambiado, sin embargo existen un par de rasgos característicos que han permanecido constantes en este chaval; sabe cómo pedir las cosas para obtener lo que quiere. La labia siempre ha sido su recurso principal para sobrevivir a esta abrumadora serie de eventos encadenados llamada vida. Un día hasta nos salvó de ser llevados a la comisaría, y eso que yo estaba viviendo mis peores épocas en cuanto a respeto a la autoridad. Su don verbal sería nuevamente mi salvación ese domingo. Le dije: “Tú vas a hacer El Porrazo, ¿verdad?”. Afirmó.


El Porrazo es una entrevista informal en cuyas ediciones anteriores yo había estado a cargo de la conducción. Quienes han leído las crónicas pasadas, seguro se estarán preguntando en dónde está el narrador neurótico, víctima continua del autosabotaje y cronista de ansiedades crónicas. Bueno, pues, lo crean o no, ahí estaba; haciendo un porrazo, pero de salvia. En paz porque no le tocaba poner la cara frente a cámaras.


Digamos que traía un peso menos encima; que aquella jornada yo tenía la libertad de andar de metiche en todo y ser protagonista de nada, como más me gusta. Y es que platicar con gente que se dedica al arte siempre es entretenido, pero todo cambia cuando te sientes observado. Al menos esa ha sido mi experiencia. Y no me digan que no se comportarían diferente si supieran que su día a día es televisado al estilo de Truman Show. Esa es la parte que me ha llegado a incomodar al pensar en la posible existencia de un Dios omnisciente: la falta de privacidad. Prefiero creer que Dios le reza a otro Dios y que ni siquiera es consciente de nuestra existencia. Que nada más somos una parte de Él; cual células que de a miles de millones conforman un cuerpo —un universo—. Que mueren, se regeneran y se transforman todo el tiempo.


Como sea, ya les digo que por esas fechas yo tenía las paces muy bien hechas con mi mortalidad. Y claro, me relajaba saber que las labores por cumplir se reducían a observar a la distancia lo que pasaba, acercarme a quien yo quisiera cuando me pareciera el momento justo, y cuestionar lo que se me ocurriera sin una orden de “acción” de por medio. Sin lentes, ni micrófonos, ni reflectores sobre mi rostro.


Jaguarcito preguntó qué hacía falta para poner en marcha la producción audiovisual. Yo, con la parsimonia de un aficionado al tenis de duplas, desde mi asiento contemplé el rebote de ideas entre los miembros de Out of the Box. Que si las luces acá o allá; que si el encuadre así o asá; que si movían esto o aquello.


Esta vez, los cascabeles no anunciaron la llegada de Borre; había cambiado sus bermudas deportivas por un pantalón de mezclilla, y todo parecía indicar que ya no llevaba puestas las hueseras. Seguía descalzo y con el mismo ímpetu por organizarlo todo. Su forma de ir de un lado al otro me recordó a mí mismo; cuando estoy lleno de pendientes pero no logro descifrar cuáles son. La interrogante con la cual se introdujo al diálogo fue casi idéntica a la que su sobrino hacía apenas algunos instantes: “¿qué necesitan?”.


Caracola, instrumento musical prehispánico
"Borre con caracola" por Out of the Box.

No podría dar santo y seña de cómo funcionan las jerarquías en Out of the Box. A mi parecer, cada quien sabe cuales son sus responsabilidades, y gran parte de las decisiones emergentes se toman de manera grupal. Sin embargo, si se presentase una situación en la cual yo tuviera que señalar a alguien para resolver cualquier clase de dilema, mi elección sería Gladys sin pensarlo mucho. Y digo, Pato y César son los indicados para tratar temas de imagen e iluminación, y Anyel, aunque suele tener las manos ocupadas, siempre logra esclarecer un panorama dubitativo. Es obvio que siendo ellos cuatro el equipo entero de producción de video—pre y post también—, los esfuerzos se tienen que multiplicar y los quehaceres se tienen que compartir. Pero igual me atrevería a proclamar a Gladys como la voz externa del proyecto —ya lo dije: adentro hablan todos, hasta yo de vez en cuando—.


Fue ella quien preguntó si era posible mover la cruz de cucharilla. Tío y sobrino contestaron al unísono que sí, mas advirtieron que se necesitaría toda la asistencia posible. ¿Recuerdan que “más ayuda el que no estorba”? Pues el adagio no me iba a salvar de esta. De hecho yo sería una pieza fundamental en el reacomodo de “la ofrenda mayor” —como antes se refirió a ella Jaguarcito—. O eso me gusta creer ahora que lo veo en retrospectiva.


De no haberse asomado Borre por aquel balcón, tal vez yo jamás hubiera notado la existencia de un segundo piso dentro del pórtico. Mientras él desataba las cuerdas que sujetaban los marcos de la cruz a la balaustrada, los demás —Anyel, Pato, César, Gladys, Jaguarcito y un servidor— ya teníamos cubiertas nuestras posiciones para acostar aquel rectángulo enorme y trasladarlo al otro lado del altar.


danzante indígena conchero
"Borre" por Out of the Box.

He de aceptar que la fuerza física nunca ha sido una de mis virtudes; no soy uno de esos “flacos pero corriosos”, más bien diría que soy un flacucho a secas. Han pasado cerca de ocho años desde la última vez que pisé un gimnasio, y mi mayor acercamiento con algún deporte en los meses recientes ha sido pasear a mis perras dos veces al día. Podría justificarme de mil maneras, pero lo único cierto es que la vigorexia no puede encajar con alguien que, a pesar de tener una habilidad innata para adoptar nuevas adicciones, prefiere pecar de pereza que de cualquier otro gusto culposo. Ahora, esto no significa que iba a ver a la distancia cómo mis amigos se sacaban una hernia tratando de mudar aquel armatoste… al menos había que hacer el intento por aminorar la carga.


Y eso fue lo que hice: un intento. No voy a mentir, cuando Borre soltó las amarras y comenzó a dar indicaciones desde las alturas, yo creí que la misión sería más sencilla de lo que aparentaba. Una vez que logramos poner la estructura en posición horizontal, inclinándola de poco a poco, me pareció que la movida no tenía sus asegunes en el peso, sino en las dimensiones; que era cuestión de balance y no de desgaste. Poco tardaría en averiguar que ese era sólo mi caso particular.


<<Es más ligera de lo que imaginaba>>: ¿lo dije o lo pensé? No lo recuerdo; ojalá haya sido la segunda opción. Tras levantar la mirada, noté que todos en el equipo expresaban, sin necesidad de usar palabras, sensaciones muy distintas a la que yo tenía. Venas con relieve en los antebrazos, rostros enrojecidos, temblorinas de tensión, pujidos y gemidos. Borre, quien ya tenía acción directa en los esfuerzos de planta baja, intercalaba resoplidos de esfuerzo con instrucciones.


Intenté poner más esfuerzo de mi parte para aligerar, aunque fuera un poco, la carga de los demás, pero lo único que logré fue entorpecer el ritmo de la hazaña en curso. “Más ayuda el que no estorba”, ¿cierto? Así pues, seguro de que les iría mejor sin mí, abandoné el puesto. No era tirar la toalla, al contrario: me disponía a encontrar un área de oportunidad donde pudiera explotar más mi participación —motivación, orientación con voz, o yo qué sé—. ¿Quién iba a pensar que la encomienda grupal no podría prescindir de mis aportes individuales ni 10 segundos? Yo no y de cualquier manera así fue.


Cambiar la ubicación de la cruz significó apenas el arranque de la jornada laboral. Jaguarcito se dispuso a revivir el fuego encima de las cenizas previamente amontonadas, y el personal de Out of the Box ya desplegaba los trípodes que sostendrían luces y cámaras. Por otra parte, yo me preguntaba cómo podía jactarme de ser un buen observador. Llevaba más de una hora en el recinto y apenas me percataba de la sala compacta detrás del muro que no era muro —la ofrenda mayor—. Ahí también comenzaban las escaleras que subían a la plataforma donde Borre orquestaba los primeros movimientos de la mudanza.


No sólo eso. Igual acababa de notar la existencia de otro balcón justo enfrente del recién aludido. Como si de un deja vu en reversa se tratase, ahora Borre ataba la cruz a la balaustrada opuesta. Al menos ya podía intuir de dónde seguía brotando gente, aunque he de decir que me daba la impresión de que todos a quienes ahí conocía se aparecían por arte de magia. Tal fue el caso del patriarca de la familia: Refugio Rodríguez.


“Buenos días, general”, dijo Jaguarcito, y yo me contuve para no completar su frase —”tardes ya”—. El saludo iba dirigido a su abuelo, quien observaba desde una silla acolchonada cómo su casa se convertía en el set de una película. Les digo, arte de magia; no tengo ni idea de dónde salió y, en cuestión de un par de horas, desaparecería de la misma forma. Su aspecto no era precisamente el de alguien que quiere hablar; de igual forma me arrimé a un costado suyo para escuchar lo que fuera que tuviera que decir.


Y sí, tras mi acercamiento, podría asegurar que el general de este cuartel, a sus 85 años, es un hombre de pocas palabras. Estuve a su lado, respetando la sana distancia, alrededor de cinco minutos sin dar explicaciones ni motivos. Esperaba que entablara una charla con alguien más, y así yo pudiera encontrar un hueco por el cual abrirme paso y presentarme. O que, de plano, me preguntara qué quería. Lo que pasara primero. Sin embargo don Refugio no se inmutaba con mi presencia ni con ninguna otra que cruzase su inamovible campo de visión. Aquel hueco introductorio tendría que crearlo yo mismo y desde cero.


Insisto, lo bueno de tener que hacer entrevistas fuera del alcance de las cámaras es que no hay ninguna urgencia por exprimir información de la otra persona. El intercambio de datos puede fluir naturalmente y no es necesario rellenar momentos mudos para mantener siempre alerta a la audiencia. Por eso aquel domingo destapé los canales de comunicación con el rompehielo más efectivo y honesto que existe: ”hola, ¿cómo se llama?”.


La respuesta fue corta y ustedes ya la conocen. A continuación seguí por la misma vía de la informalidad y pregunté por aquello que más despertaba mi curiosidad: su atuendo. La contestación consecuente fue muy puntual también; la camisa azul con listones rojos que se desprendían de una franja multicolor que atravesaba su pecho, fue obsequiada por un amigo de Washington. La tela sí se antojaba propia de tierras extranjeras, sin embargo la franja tenía figuras que me remitían al arte wixárika. Por su parte, las plumas del copilli que llevaba en la cabeza eran de cóndor y de águila.


“Donde quiera hay, joven; antiguos y nuevos”, dijo cuando le conté que yo ya había visitado otro cuartel en el mismo barrio. Y cuando quise saber qué le parecía el ejercicio periodístico y video musical que se llevaría a cabo durante el día, su réplica fue: “no es la primera vez; muchos han venido a grabarnos y a entrevistarnos”. De alguna forma se coló el tema de las edades y el tiempo, entonces reveló que llevaba más de cuatro décadas siendo el general de In xóchitl in cuicatl; “bien trabajados, bien vividos, bien danzados”, concluyó sobre el total de sus años de vida.


Pese a la escasez de diálogo, preferí no emigrar. Yo había hallado una posición cómoda junto al general y el resto de mis conocidos estaban ocupados en lo suyo, además, reposar la lengua me ayudaba a tener la vista alerta. Mi cambio de orientación respecto al altar supuso, obviamente, una perspectiva distinta de todo lo que me rodeaba. Como niño descubriendo el mundo, señalé con una interrogante cada una de las imágenes que captaba mi atención.


Centradas, y ahora enlistadas de arriba a abajo, las fotografías del altar mostraban a los abuelos de Refugio, a sus padres, a su fallecida esposa y a Marvin; un “compadrito” que fabricaba violines y mandolinas. En la pared detrás de las ofrendas, apartados de la zona de difuntos, colgaban un par de cuadros con otros rostros; “somos yo y mi hijo Manuel”, explicó el abuelo de Jaguarcito. Él ya no se parecía tanto al hombre del retrato, y ese día yo no iba a conocer en persona a su primogénito. Tampoco recibiría señal alguna de su paradero.


En cambio, estaba a punto de ser presentado con Jaguar. Ya mencioné el patio —cochera— que había que cruzar para llegar al altar, y las escaleras metálicas en cuyas faldas reposaba una motocicleta en reparación, ¿verdad? Bueno, pues en ese segundo piso donde terminaban los peldaños de metal, justo arriba de la entrada al 23 de Revillagigedo, frente al pórtico bajo el cual yo tenía aquella entrecortada conversación, el hermano de Borre, el papá de Jaguarcito, observaba desde las alturas cómo se instalaba el equipo de Out of the Box.


danzante conchero con copilli de plumas
"Jaguar en el cuartel" por Out of the Box.

Era corpulento como su hijo, llevaba puesto un sombrero de tela —¿estilo cowboy? ¿Fedora?— con una pluma y, aún a distancia y con la luz en contra, se podía distinguir que su barba era un sólido candado con la perilla hecha una trenza. “¡Ayyyy!” Vitoreó César su avistamiento como la tía que celebra que te has bañado, peinado y perfumado para la cena navideña. Jaguar asintió con la cabeza, luego, tras un descuido y como acostumbraban los miembros de In xóchitl in cuicatl, se desvaneció de mi campo visual sin dejar pistas de a dónde pudo haber ido.


Mi mente se ocupó de nuevo en las imágenes que me rodeaban. Específicamente en esas pinturas de la pared que ahora tenía delante y que anteriormente, cuando hablaba con Jaguarcito, me servía de recargadera. Indígenas en taparrabo, algunos con máscaras de calaveras y otros con penacho en la cabeza; un jaguar, un águila y un coyote; tambores, maracas y una caracola. Sin duda era una obra colorida, aunque había algo—tal vez el fondo, tal vez los esqueletos— que le daba un toque sombrío. “Es el mural de las ánimas”, esclareció el señor Refugio Rodríguez.


Entre risas y como si de una obviedad se tratase —capaz que sí—, una voz, que no era la de mi entrevistado, me quitó las dudas de por qué aquellos rostros ilustrados tenían las cuencas oculares en blanco. “Porque están muertos”, dijo, “los muertos no tienen ojos”. Era Lucía, “Luchi”, la segunda esposa del general. Otra vez: yo no tenía ni la más remota idea de cuándo se había instalado en aquella sala —la que antes estaba oculta por la cruz de cucharilla—, ni entendía cómo había llegado a espaldas de mi interlocutor y mías sin ser percibida. Ya tendría chance de hablar con ella en la noche, de momento tocaba empezar formalmente la función.


El fuego no sólo ardía, también despedía el aroma del copal que su mismo artífice, Jaguarcito, había tirado a la fogata. Borre detuvo su frenético andar hasta que se le informó que faltaban cinco minutos para comenzar. Jaguar apareció en el instante en que mis amigos ajustaban los últimos detalles en sus lámparas y cámaras, y se enfocó exclusivamente en auxiliar a su padre. Las tres generaciones ocuparon las posiciones indicadas por la producción. El general al centro y el único sobre una silla; resguardando cada costado los capitanes; y Cesár y nuestro primer amigo, el sargento, eran los vértices de ese medio círculo que rodeaba la hoguera.



“En cinco minutos, nada más estamos esperando a que nos llegue el pulque”, había dicho Gladys. El tiempo es relativo, sí, pero no creo que Einstein se refiriera a la facilidad con la cual los productores de video pueden dilatar cinco, 10 o 15 minutos. Camaradas, tomen este consejo: jamás se fíen en los cinco minutos de alguien que labora en este medio. Y digo, ¿qué más iban a hacer los chicos de Out of the Box si tenían que esperar a un tercero?


El viernes que me tocó ser presentador de El Porrazo, cambiamos la marihuana por cerveza, simplemente porque la artista invitada y yo creímos que era lo mejor para el ritmo de la entrevista. Sin embargo no supe la verdadera razón por la cual, aquel domingo, la sustancia principal de la sección sería sustituida por pulque; quizás era por aquello de comulgar con la medicina, no lo sé.


“Jugo de naranja, ajo y cebolla”, fue lo que alcancé a escuchar cuando Jaguar reveló los ingredientes del preparado que hizo con el pulque, “esto también es medicina”, dijo. Sí suena a uno de esos menjurjes curativos caseros, de hecho mi mamá tiene una receta similar para curar resfriados y fortalecer las defensas, sólo que usa miel en lugar de esta “sagrada” y fermentada bebida. César, quien es tan amante del ajo que hasta se lo pone a sus huevos del desayuno, aseguró que el brebaje de la casa tenía buen sabor. Yo no lo probé, y no es que sea un vampiro o algo así, sino que, para sorpresa de todos —incluso mía—, las ganas de beber un buen pulquito me habían abandonado ese día. Tampoco recuerdo haber sido convidado directamente, pero ya saben que uno siempre se las ingenia para conseguir lo que quiere. Tal sería el caso del gomiboing; oculta joya culinaria del barrio de San Francisquito. Ya se los explico.


Faltaban segundos para iniciar la entrevista, nuevos rostros aparecieron alrededor del set. Para variar, yo no les podría asegurar de dónde provenían, ni el momento exacto en el cual tantas personas se habían congregado para ver El Porrazo en vivo y en directo. Entre la audiencia, de edades variadas y femenina en su mayoría, únicamente reconocí a Xochitl, a Lucía y a la mujer que en un principio me orientó para dar con el cuartel. Las miradas estaban puestas debajo de los reflectores, nadie se fijaba en mí, en cambio yo estaba atento de todos. Fue así que la vi.


danzante conchera con copilli de plumas en querétaro
"Danzante conchera" por Out of the box.

Había llegado la hora de estar quietos, sin embargo no pude evitar caminar hacía ella. Las indicaciones eran hacer el menor ruido posible, mas tuve que preguntárselo; “¿qué es eso?” Le calculaba menos de 14 años a esa niña que machacaba el contenido de un vaso de unicel con un popote. Es probable que al principio no estuviera segura de que era a ella a quien le hablaba, y tampoco creo que de buenas a primeras supiera a qué me refería con esa intempestiva interrogante.


“Gomiboing”, dijo cuando se dio cuenta que mi mirada vacilaba entre sus ojos y aquello que sostenían sus manos. Yo le pedí, casi le imploré, que no dejara de notificarme si se le ocurría ir por otro. Acusó de enterada moviendo la cabeza, pues César ya introducía la sección a las lentes de Pato. Realmente no estaba familiarizado con aquel manjar, pero me bastaba apreciar el escarchado escurriendo chamoy para salivar mares.


¿Qué les puedo decir? Mi paladar se inclina por sabores ácidos, basta contarles que a veces me como un limón con sal de postre. Además, si el nombre le hacía justicia al producto, el margen de error era muy poco. ¡Gomitas y Boing! ¿Que podría fallar? No, y permítanme corregir: ¡Gomitas sobre un Boing congelado bañado en chamoy! Eso pudiera justificar lo absurdo de ponerle popote a un vaso escarchado, y de ahí surge la pregunta milenaria: si ingieres un líquido congelado, ¿estás bebiendo o comiendo? Supongo que ambas; ¿si no para qué se fabricarían pajillas con opción a ser cuchara por uno de sus extremos?


gomiboing, botana mexicana de jugo con gomitas y chamoy
Gomiboing

En fin, El Porrazo ya estaba bien adelantado y me vi obligado a dividir mis actuares entre tomar apuntes de lo que se decía y vigilar a la niña para que no se fuera sin, por lo menos, darme indicaciones de cómo conseguir un gomiboing para mí. “Aquí nadie está por obligación”, establecía Jaguar para las cámaras y micrófonos de Out of the Box, “todos estamos aquí porque nos nace”.


Es muy fácil juzgar desde afuera; de pronto me sorprendí a mí mismo visitando el mundo del “yo hubiera” cada que César hacía una intervención en la entrevista. Claro, como si mis dotes de conductor televisivo pudieran ser comparados con los de Oprah —más bien se parecen a los de Sammy Pérez—. Bastará decirles que el día anterior, en medio de El Porrazo con una banda de disco, mi boca pronunció las siguientes palabras: “¿alguna vez les ha pasado que se olvidan de lo que iban a preguntar en plena entrevista?” Sí, ahí con las cámaras grabando y todo.


En realidad César lo estaba haciendo bien, no era su culpa que la participación de Jaguarcito fuera tan limitada. A mi parecer, basado en la conversación que tuvimos cuando recién llegué, él era el que mejor se expresaba, sin embargo las jerarquías en este cuartel tienen que ser respetadas. Así pues, aunque siguiera con pocos ánimos de conversar, después de cada pregunta las miradas recaían expectantes en el general. “He tenido una buena vida, no he deseado nada. Esto (la tradición) es lo que les dejo (a los familiares)”, dijo don Refugio, tan breve y contundente como siempre.


“Ometeo”, decían todos cada que alguien hacía una declaración importante, seguido de la frase: “él es Dios”. Este hábito es parecido al “amén” de la religión católica —“word” se dice en inglés cuando algo es una verdad irrefutable—. El general Refugio Rodríguez pronto tuvo suficiente, no solamente dejó de hablar, sino que parecía dormitar en su asiento. Entonces fue Borre quien tomó el mayor protagonismo.


Él es de los míos; sus respuestas eran una historia en espiral sobrecargada de paréntesis. Cuando por fin llegaba al desenlace, yo ya llevaba un rato de haber olvidado la pregunta. Lo que sí recuerdo es la explicación de sus pies descalzos; “nunca me acostumbré a los huaraches. No siento esa conexión con nuestra madre Tonantzin”. Por su parte, Jaguarcito tuvo chance de mencionar dos o tres temas que ya me habían salido a flote cuando mi libreta era el único instrumento de registro.


El capitán Jaguar tampoco estuvo tan participativo, sin embargo tengo muy presente cómo inició aquel comentario que desembocaría en un lastimoso llanto; “mi corazón está hablando: hace ocho años... cuando murió mi mamá… perdón que me quiebre…”, y ustedes perdonarán que yo no sea capaz de transcribir textualmente el resto. Aquello era tan emotivo que me obligó a descansar la pluma para presenciar el momento con todos los sentidos.


Obviamente les voy a contar el resto de su enunciado, lo que no tengo son las palabras exactas. Jaguar se lamentaba por una enfermedad que, tanto él como su padre, padecían desde la muerte de su madre y esposa, respectivamente. No especificaría el mal que lo aquejaba, pero esa era una cuestión que sí tenía anotada y subrayada en mi libreta con la intención de indagarla cuando fuera posible. No tardaría mucho.


Tras el cierre de El Porrazo, y un nuevo aviso de que en quince minutos comenzarían a grabar las entrevistas para Sonido 13 —la sección de información técnica—, yo me acerqué al hombre que aún secaba sus lágrimas. “Carnalito, perdón que me quiebre”, repitió y me envolvió en sus brazos antes de que pudiera siquiera presentarme. No había órdenes de guardar silencio, sin embargo, debido a lo delicada que era la situación, susurrando le pregunté cuál era la afección de la que hablaba. “Diabetes”, contestó, “de eso se murió mamá, y a mí y al general nos la diagnosticaron el mismo año (de la defunción)”.


De acuerdo, he de suponer que nadie es realmente bueno para dar un pésame, y más difícil es abordar el momento consecuente, donde no hay nada más que decir, puesto que las cosas son como son y no tienen remedio. Ni hablar de la muerte. El estado de ánimo de Jaguar ya no se miraba tan decaído, y tuvo a bien contarme que a don Refugio le basta una buena alimentación para mantener bajo control su enfermedad, en cambio él sí necesita de la medicina moderna; ni los preparados de pulque ni ningún otro tratamiento tradicional lo auxilia en su defensa contra la diabetes.


Las cosas son como son, ¿y qué más se puede comentar al respecto? De nuevo estaba en este terreno enmudecido, con la mirada perdida al igual que mi interlocutor, cuando la niña y sus acompañantes me sacaron de ensueños. “Vamos a ir por otro gomiboing, ¿quiere que le traiga uno?” ¡Por supuesto que no! Primero que nada, me negaba a que una infante me hablara de usted y, sobre todo, yo necesitaba acompañarlas para saber con exactitud el punto de venta de estas delicias.


Apenas han pasado dos meses y dudo mucho que pudiera recrear el trayecto que emprendimos aquel domingo. No se lo achacaría del todo al laberíntico camino, lo cierto es que se me complicaba concentrarme en la ruta cuando al mismo tiempo descubría quiénes eran mis guías. Milagros, a quien conocí primero, ese día aún no cumplía los 13, es hija de Borre y de Xóchitl, y tiene una hermana gemela que es homónima de su madre. Ya decía yo que se parecían mucho, porque sí, la pequeña Xóchitl también nos acompañaba.


La tercera integrante de mi púber escolta era Fernanda, de 14 años. Trabaja en el puesto de hamburguesas que se instala por las noches en la entrada del cuartel, y atiende a la misma secundaria que las gemelas —aunque de momento las clases están suspendidas, porque, ya saben, la pandemia—. Fuera de ello no tiene ningún otro parentesco con los Rodríguez del 23 de Revillagigedo. La diferencia de edades puede ser poca, pero el rostro de Fer, a comparación del de las otras dos, ya no es el de una niña pequeña. Como fuera me dio la impresión de que la relación de las tres era muy estrecha.


Hablaban de gente que yo no conocía y se reían de bromas que sólo ellas entendían. “Nos encanta”, respondieron las hermanas cuando les pregunté si les gustaba seguir la tradición familiar, y me revelaron que ya habían comulgado con polvo de estrella y que su primera alabanza había sido a los dos años de vida. Por último, se me advirtió que era altamente probable, debido al horario, que el único sabor de Boing disponible fuera guayaba. Cualquier humano en plenas facultades sabe que el de mango es el mejor sabor, seguido del de tamarindo y luego, quizás, el de fresa. El de guayaba no está mal, por cuestiones personales lo prefiero mil veces antes que el de uva, cuyo aroma nunca dejará de recordarme mi primer borrachera con vodka —es raro: le agarre ojeriza al jugo, mas no al alcohol—, y ni siquiera vale la pena mencionar el de durazno; sinceramente no tengo ni la más remota idea de por qué lo sigan vendiendo. Caso polarmente contrario es el de los Danoninos, pero bueno, ese es producto de otro estante. Boing de guayaba estaba bien.


Tras unos 10 minutos de caminata, llegamos a nuestro destino. Lo único que delataba las actividades comerciales de esa casa era una cartulina verde fosforescente, colocada entre una de las ventanas y los barrotes que la resguardaban. En tinta negra de plumón indeleble se leía: “GOMIBOINGS”. Milagros golpeó sus nudillos contra la puerta de madera; no con el puño cerrado a la altura de la cabeza, como haría alguien que no está familiarizado con los residentes del lugar, sino con unos sutiles movimientos de muñeca a la altura de la cadera. Era más un “ya llegué”, que un “¿quién está ahí?” ¿Me explico?


Sin embargo el llamado no fue atendido con la velocidad de alguien que espera visitas. Adentro se escuchaba el murmullo de personas y dibujos animados en la televisión. La puerta se abrió apenas para alcanzar a ver la mitad del rostro de una señora que no alcanzó a preguntar cuál era el asunto de la horda que esperaba afuera de su hogar.

—¿Todavía tiene gomiboings? —dijo Milagros.

—Sólo de guayaba

—De guayaba está bien —contesté a las miradas inquisitivas de mis acompañantes—, con mucho chamoy, de ser posible.

—¿Me da dos, por favor?


Les digo que México es un lugar bizarro, donde no podrías decidir si el sabor de una salsa como el chamoy es dulce, picante o salado, porque cualquiera de estas opciones es correcta; donde niñas como Xóchitl intentan mitigar el ardor de su lengua, ocasionado por comer frituras enchiladas, bebiendo chamoy diluido en Boing de guayaba; y donde otras, como su hermana y Fer, bromean con el temor de que Joel, un vecino más o menos de la edad, le tiene al rumor del secuestrador que anda por ahí en una camioneta de Sabritas. “Bueno, por lo menos iría comiendo papitas camino a la muerte”, dijo el pequeño.


Ya pasaban de los quince que producción había prevenido, pero faltaban, por lo menos, otros quince para empezar. Les repito, las personas que se dedican a esto suelen ser muy agradables, pero nunca se fíen de su noción del tiempo. Yo me quedé en la entrada con Gabi, quien, según lo que entendí, dirige el puesto de hamburguesas. “Huitzilin, significa colibrí, es mi nombre espiritual”, se presentó conmigo, y a Fernanda le dijo que pronto sería hora de empezar a trabajar. Era un recordatorio que yo también tenía que escuchar, pero antes de regresar al set, testifiqué cómo una inocente e infantil transeúnte halagaba su vestimenta; “está muy bonito tu traje”. Y en verdad era una pieza linda; negra con bordados de aves —incluido, por supuesto, un chupamirtos— y otras figuras en múltiples colores.


"Huitzilin en el cuartel" por Out of the Box.

¿Qué cómo estaba el gomiboing? Espectacular, camaradas. Fue casi una tortura no poder raspar el bloque de jugo congelado mientras se realizaba la sección de Sonido 13. Afortunadamente, rescatar las gomitas con el popote que a la vez era cuchara —¿cuchapote? ¿Popochara?— no implicaba interferir con el audio de las entrevistas. De nuevo le encontraba sentido a la ambivalencia de mi instrumento para comer —y beber—; la pala rasca el hielo y el popote succiona lo que ya se ha derretido. Vaya genios malignos los que crearon estos utensilios desechables. Yo no sé por qué pierdo el tiempo en estas irrelevancias, de cualquier forma tampoco podía sorber con la pajilla sin hacer ruido.


Los papeles de los entrevistados no cambiaron mucho con respecto a la última vez que hablaban a las cámaras. Borre intervenía con más frecuencia que los demás; se refirió al huéhuetl como “el corazón de la danza” y aclaró que es necesario pedir permiso a la tierra para cortar el árbol con el cual se fabrica este tambor. El general interrumpió su siesta para decir que su música tiene el propósito de “alegrar el camino” y que “ofrendan a Dios el canto y la danza”.


"Instrumento prehispánico" por Out of the Box.

Jaguarcito, otra vez, habló poco. Explicó que el cordófono que traía estaba hecho de “concha de armadillo” y, con sus ya conocidas formas místicas y sabias de expresarse, dijo que “cada instrumento tiene su particularidad; tiene su vida, tiene su esencia, tiene su tiempo para ser tocado”. Su padre también se mantenía en la línea de lo sentimental: “yo bailo desde que estaba en el vientre de mi madre. Iba al ritmo de su corazón y daba marometas cuando escuchaba tambores afuera”.



Otra buena entrevista de mi compa César, y seguro el lente de Pato no dejó escapar ningún detalle trascendental. Es probable que por aquí tengan el video donde pueden comprobarlo. Caída la noche, la siguiente encomienda consistía en alimentarnos; era indispensable recargar el tanque con sólidos, apenas se venía lo bueno. Yo no tenía tanta hambre, el gomiboing había sido algo así como una cura preventiva, sin embargo no iba a dejar pasar la oportunidad de degustar lo que nos iban a ofrecer en el cuartel, pues se trataba de uno de mis platillos favoritos.


Sí, cómo no, “degustar”. Me zampé dos hamburguesas, de las mismas que vende Gabi por las noches. En esta ocasión era Borre el parrillero, quien seguramente descifró el placer en mi cara mientras me engullía la primera, por eso la segunda llegó a mí sin haberla pedido. Primero pensé que una y media era la ración exacta —con papas a la francesa, obvio—, mas nadie quiso hacerse responsable de la otra mitad. Sí, soy un flacucho, pero no estoy ni cerca de sufrir problemas alimenticios, además, repudio el desperdicio de comida. Tendría que sacrificar el espacio para el postre con tal de no dejar ni un solo ajonjolí huérfano.


La segunda ronda requería un ritmo más despacio, entonces me di el tiempo para analizar otras cuestiones que no fueran sólo el plato que tenía enfrente. Así me percaté de la ausencia de don Refugio, y que, clavado a la pared detrás de mí, había un sombrero de In-N-Out Burger, la mejor cadena de comida rápida estadounidense, desde el punto de vista de su humilde relator, por supuesto. Por convivir, lo expresé en voz alta, y Borre estuvo de acuerdo conmigo, hasta me contó que trabajó un tiempo en uno de estos restaurantes. Igual caí en cuenta de la presencia de nuevas personalidades, ¿de dónde habían salido? Ya conocen la respuesta.


Una de estas personas aprovechó que yo estaba encendiendo un cigarro afuera de la casa para pedirme prestado el mechero. Fumamos juntos y nos conocimos un poco. Me contó que estudiaba la carrera en administración y que quería abrir un café. Hasta me invitó a su fiesta de cumpleaños que se celebraría dentro de 15 días. Ella era Jaqueline, de 21 años, casi 22, hermana de Gabi e hija de Borre. Gran contraste; a cada rato conocía nuevos descendientes de Borre, sin embargo, de la estirpe de los Jaguares sólo tenía noción del padre y el hijo. Pero eso estaba a punto de cambiar.


danzante conchera frente a fuego Querétaro
"Jaquelline en el cuartel" por Out of the Box.

Ya con la barriga satisfecha, todos de vuelta a lo suyo; Out of the Box al reacomodo de su equipo, In xóchitl in cuicatl a emperifollarse con sus trajes de danza azteca, y yo a seguir curioseando por el inmueble. Mis amigos trabajaban frente al altar, donde se habían llevado a cabo las entrevistas y donde tendría lugar la función principal. Los Rodríguez, o casi todos, desaparecieron a la vista —¡qué raro!—, mas no al oído. Siguiendo voces y risas, subí los escalones de fierro y llegué a ese balcón sobre el cual, horas atrás, con el sol en cenit, Jaguar se dejaba ver por primera vez en la jornada.


Sería él quien me recibiría en la entrada del departamento que miraba justo de frente al atrio del altar. Apenas comenzábamos a hablar cuando desfilaron ante mí Jaguarcito, Jaqueline y Huitzilin, con su vestimenta completa; copillis (penachos), hueseras y pintura en la cara. Jaguar también estaba listo, de su pectoral salía, precisamente, la cabeza de un jaguar. “Yo soy capitán por herencia”, me explicó, “porque soy hijo de un general, y cuando mi papá no pueda seguir o fallezca, voy a ser general por descendencia. Es muy importante que anotes eso; capitán por herencia y general por descendencia”. Y así lo hice.


“Capitana Silvia Vargas”, dijo para introducirme con la alta y delgada mujer que salía del departamento, “es capitana porque está casada con un capitán; conmigo”. No recordaba haber visto a Silvia, ni siquiera a la hora de la comida, cuando más concentración de gente había en un mismo punto del cuartel. Mientras yo charlaba con su esposa, Jaguar se desapareció sin dejar trazos de cuál pudo ser su rumbo.


Silvia fue quien me contó aquello de las conquistas en la danza: “yo voy a tu fiesta y tú vienes a la mía. Entre más conquistas hagas, más personas vas a tener a tu lado”. Su traje, con todas esas plumas amarillas y anaranjadas, era el más brillante y rebosante de todos los que había visto hasta el momento. Era evidente que es una madre muy orgullosa de su única cría; “mi hijo vale por cinco”, manifestó luego de rememorar que durante sus primeros nueve años de matrimonio —ya va por el trigésimo anversario— sufrió cuatro abortos. Me compartió un par de anécdotas de las conquistas de Jaguarcito fuera del territorio mexicano y me enseñó el museo que tenía dentro del departamento.


"Capitana Silvia Vargas en el cuartel" por Out of the Box.

Trajes —casi todos confeccionados por ella—, copillis, fotografías y collages inundaban ambas recámaras del lugar. Era casi obvio que nadie vivía ahí, entre tanta indumentaria y recuerdos, el único objeto que invitaba a la comodidad era una silla de madera. “Al año ya bailaba”, dijo la capitana, admirando, con una sonrisa que no le cabía en la cara, la imagen de su párvulo retoño danzando al centro de un círculo de concheros. Silvia tenía que bajar a calentar en la estufa su tambor de piel de alce, y yo la seguí para no quedarme solo en la planta alta.


Conforme descendía, noté que el pórtico estaba lleno de plumas coloridas y que ya se escuchaba el sonido de algunos instrumentos. Abajo, producción anticipaba 10 minutos para el comienzo de la sesión musical; Jaguar, Borre y Jaguarcito afinaban sus conchas y mandolinas. Ya saben cómo es esto, fue tiempo lo que me sobró para hacer nuevas averiguaciones. Como que el nombre de la sonaja prehispánica es ayacaxtli en náhuatl, y que Jaqueline, al igual que su padre, no puede bailar con huaraches.


Así mismo, tuve chance de conversar un poco más a profundidad con Luchi, la esposa de don Refugio —él no volvió a aparecer por ningún lado—. En confianza me reveló que, según una amistad suya en Estados Unidos, el huipil que portaba ese domingo podía llegar a venderse hasta en mil dólares. De su copilli despuntaban plumas de pavorreal y, al igual que los demás danzantes, llevaba cascabeles alrededor de las piernas; todo aquello que Lucía lucía, había sido confeccionado por ella misma. Después me platicó los pormenores de su primer encuentro con el general ocho años atrás; “me invitaron a un retiro que estuvo bien hermoso, y el jefe iba a bailar. Uno debe ir a donde Dios lo manda”. Así pues, entendí que su primer acercamiento al mundo de los concheros y de los guardianes de los pueblos originarios fue a través de su marido; “no llevo mucho tiempo en esto, pero la danza me nace”.


Por otra parte, Gabi esperaba sentada en un sillón contiguo de la sala, “esto de atuendarse y no bailar no me gusta”, dijo. Para su buena suerte, Gladys ya le pedía a todos que ocuparan su posición en el escenario, ahí delante del altar. Al fin era hora de la sesión musical.


Los hermanos, Borre y Jaguar, se colocaron uno frente al otro para hacer una última afinación de sus conchas de armadillo. Sin necesidad de cuentas regresivas, se arrancaron con una melodía que el resto de danzantes e instrumentistas reconocieron al instante. Jaguarcito no tardó en unirse con su tricordio y su madre con el tambor. Gabi tocaba otra mandolina y Jacqueline, al igual que Luchi, agitaba una sonaja. A la tonada se añadía el tintineo de las hueseras que el conjunto entero producía con sus movimientos sincronizados; estampando los pies contra el suelo y dando vueltas. Era una canción con letra y coreografía. El coro va así:


Yo quiero morir como las águilas, en pleeeeeno vueeeelooo,

yo quiero morir como las águilas, en pleeeeeno vueeeelooo.

Miraaando de frente, llegaaaar al sooool,

Miraaando de frente, llegaaaar al sooool.



En las entregas anteriores de crónicas como esta, no me he cansado de repetir lo difícil que es crear una pieza audiovisual en comparación de lo sencillo que resulta contemplarla [1] terminada durante los tres, cinco o siete minutos que dura. Aún con dos cámaras fijas y dos móviles, son necesarias varias tomas para alcanzar la perfección. Borre parecía apenas darse cuenta de esto tras finalizar la segunda toma y recibir el aviso de una tercera en camino, por lo cual creyó necesario un revulsivo para mantener caliente su cuerpo y elevado su espíritu. En menos de lo que se puede decir “salud”, ya tenía dos caballitos llenos de mezcal. Uno de ellos se lo tomó en un hidalgo —”que mingue a su chadre el que deje algo”— y el otro se lo ofreció a César, quien, como yo, rara vez suele negarse a algo que se le obsequia.


Obviamente se me antojó, el mezcal es una de mis bebidas alcohólicas predilectas, sin embargo no fui lo suficientemente veloz para alcanzar a pedir un chorrito para mí; la grabación se reanudó a la brevedad. Durante esta tercera interpretación de la primer canción, caí en cuenta de que el tambor de Silvia no era el único que sonaba. Era Luis, “Huicho”, llevando el ritmo de los movimientos de la tropa entera, como en una galera romana; si sus batucazos aceleraban, las pisadas de los danzantes hacían lo propio. Tocaba el huéhuetl, “el corazón de la danza”, ¿se acuerdan? No sé quienes sean sus padres, pero es primo de Gabi y de las gemelas, ese domingo era su cumpleaños, más tarde le cantarían Las Mañanitas y partiría un pastel. Llevaba encima ropa normal —pantalones de mezclilla y una camiseta— y hacía su aportación a la sonata atrás de los demás, fuera del alcance de las cámaras de Pato y César.


Antes de empezar con la segunda canción —perdí la cuenta de cuántas veces se hizo la primera—, Borre regresó a un costado del altar por otra dosis de destilado. Esta vez yo no dejaría pasar la oportunidad de obtener un trago. No fui convidado, pero igual me arrimé como limosnero con el brazo extendido, sólo que en lugar de mostrar la palma de mi mano, sostenía un vaso vacío. Les digo que uno siempre se las ingenia para conseguir lo que quiere.


Dos o tres escalones por debajo de donde se encontraba la botella, leí una inscripción tallada en la piedra base del altar, decía: “Juana Otilia Ontiveros Escamilla 28:12:1936 - 07:04:2005. Recuerdo de su esposo, hijos y familia”. Sentado en los escalones que llevaban a uno de los balcones dentro del pórtico, dándole sorbitos a mi bebida, entre la primera y segunda toma de la canción número dos, le pregunté a Jaguar quién era Juana y por qué estaba su nombre escrito en esa loza. “Ahí está mamá, debajo del altar”, respondió.


Las palabras “ya todo está revuelto” retumbaron en mi cabeza. Ese altar en forma de pirámide era una sepultura, así como las edificaciones emblemáticas del antiguo Egipto eran tumbas para los faraones. Definitivamente este lugar, el 23 de Valle Revillagigedo, desprendía misticismo; el fuego parecía seguir[2] al ritmo de los danzantes y el humo que expedía nublaba la atmósfera como en un sueño.


"In xóchitl in cuicatl" por Out of the Box.

Al final de las canciones, se hizo la danza a Tezcatlipoca, en la cual cada uno de los integrantes hacía una flor —un baile específico— frente a la hoguera. Luego, para concluir la jornada, Borre organizó una serie de oraciones católicas y cantos a la Vírgen de Guadalupe que duraron más que una vuelta completa al rosario. En secreto, mi amigo César me contó que así se lo hacían durante toda una noche previa a alguna celebración. Cuando ya todo llegaba a su fin, Jaguarcito hizo una petición:

—Un recito por Fátima… por la niña que viene en camino —se refería a su hija.

—¿Te acuerdas, carnal —Borre volteó a ver a Jaguar—? Hace 18 años rezamos para que tu hijo naciera en salud.

El aludido confirmó con la cabeza. Creo que fue la escena más solemne que presencié en todo el día.


Este cuartel es un ejemplar digno de México; donde todo está mezclado y la gente aparece y desaparece mágicamente; donde se celebran los próximos nacimientos, los cumpleaños y, más que cualquier otra cosa, la muerte. Un sitio donde tampoco hace falta una fecha marcada en el calendario para echar unos tequilas, como lo hicimos Borre y yo aquella noche de domingo —casi lunes en la madrugada— , mientras mis amigos de Out of the Box recogían todo su equipo. País de maravillas coloridas y quimeras sombrías. Definitivamente un lugar extraño.


Veinte días después de la grabación, se nos anunciaría que Fátima, la hija del buen Jaguarcito, había nacido con salud plena. Ya tendrá ella que elegir en un futuro si se une a las tropas de In xóchitl in cuicatl; si defenderá los saberes y tradiciones de los pueblos originarios; si aceptará la única herencia que su bisabuelo, Refugio Rodríguez, le ha dejado.


Por Carlos P. Jordá

Carlos P. Jordá por Fátima Perea


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