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Un día con Gravity Funk: entre las 10 y las 12; entre la admiración y la envidia.

Carlos P. Jordá

Actualizado: 20 nov 2020


Gravity Funk con caja, por Pato Pacheco, 2020.

“Entre 10 y 12”. ¡No me chingues! Es como el famoso “haz lo que quieras” de una madre resentida, o un “jajaja” a secas, de tu crush en cuarentena. Entonces pregunto: ¿en verdad haces lo que te viene en gana, o actúas como el hijo pródigo? ¿Conservas tu orgullo o le explicas el meme que pretendía ser una declaración de amor? Podrías ser optimista —en mi pueblo le llaman ingenuidad— y creer que su celular lleva dos semanas sin batería. Sí, eso, muérete con la tuya: ese “a mí también siempre me has gustado”, llegará en cualquier momento.


Como sea, te dicen que la cita es entre las 10 am y las 12 pm, ¿y cómo procedes? ¿Llegas cinco minutos antes y esperas en la puerta a que den las 10? ¿Muestras tu flamante rebeldía y arribas a las 12:01? ¿O, para verte muy aristotélico —el justo medio—, te presentas en punto de las 11? Lo sé: no son dos horas, es un abismo temporal con bastas probabilidades.


Pongamos los factores de la ecuación sobre la mesa: X soy yo, un sujeto que se dedica, básicamente, a leer y escribir, que no gusta de las alarmas matutinas y cuyo día no puede comenzar sin el desayuno, una jarra de café y dos o tres cigarros mientras lleva a cabo la lectura en turno; Y es el equipo de producción audiovisual de Out of the Box, de donde venía el llamado a llegar entre 10 y 12; y Z es una banda de funk, protagonista de la sesión de video. Por su parte, VyV se refiere a Verbos y Vibras, sitio con rasgos muy similares a una comuna hippie, y locación donde se realizaría esta grabación. Cualquiera que haya estado en contacto con un medio similar ya lo habrá resuelto:


X + Y + Z = llegué a la una y media de la tarde.

VyV


Y justo a tiempo; el montaje del set iba casi a la mitad y los músicos recién habían inaugurado la primera ronda de cerveza. Desde la perspectiva de quien escribe, la concurrencia en Verbos y Vibras estaba perfectamente dividida en cuatro partes: amigos íntimos; aquellos quienes conocen mi nombre y yo el suyo; personas que no tenían noción de mi existencia, mas yo los había visto antes sobre el escenario; y completos desconocidos. Sin embargo ante ojos ajenos, y mezclándose los actores de la pasada distribución, había dos claras tendencias para clasificar a los presentes: los que trabajaban y los que cotorreaban… de momento.


Podría decirse que la mayoría de quienes tenían las manos ocupadas en algo que no era una botella o una lata —jalando cables, montando tripies y dejando todo bonito y funcionando al cien—, pertenecían al grupo de mis amistades; la gente de Out of the Box. Por otro lado, aunque por supuesto había sus excepciones, los más relajados y menos cercanos a mi persona eran miembros de Gravity Funk. Mi instinto me orilló a sentarme a beber una chela, casi fría, en medio de estos últimos, mientras mis más allegados condensaban su esfuerzo y el vapor veraniego en gotas de sudor tibio.


¡Aparte de huevón, grosero! Ni siquiera he presentado a la banda. Una cuartilla entera y no le he dedicado un solo párrafo a los personajes principales de la jornada. ¿Y cómo empezar? Bueno, en general, podría decir que Gravity Funk es un grupo de muchachos buena onda que tocan música súper buena onda. Ahora, en lo particular, hay bastante más por explicar.


Afortunadamente el género lo llevan en el nombre, y digo afortunadamente porque soy terrible para catalogar la música en géneros. Tampoco es mi culpa, o sea: ¿cuántos tipos de rock existen? Hay clásicos de toda índole que no pertenecen a la música clásica. Y luego pones algo que según es rap y no falta quien diga que es trap, después vas por ahí diciendo que traes un buen trap y te salen con que es urbano. ¿Es que acaso un jazz interpretado en la calle no puede ser un jazz urbano? ¡Maldita sea!


En fin, dada mi ignorancia, vulgarmente suelo categorizar lo que escucho bajo mis propios términos. El primer filtro es simple: aquello que me gusta y lo que no. A partir de esta división binaria, dentro de mis agrados hay un sinfín de etiquetas; desde discos que ambientarían una tarde de encierro en mi alcoba con un doble sábana como única compañía, hasta bandas cuyos ritmos considero serían bien recibidos por una audiencia totalmente heterogénea.


A Gravity Funk la podemos encontrar en varias carpetas de mi no tan amplia biblioteca cerebral. Por ejemplo, está en esa titulada: “imposible no sacudir el esqueleto”. Sus rolas también se hacen notar en la sección de “más fresco que Will Smith bebiendo un daiquiri”. Y, sin lugar a dudas, el sonido de los Gravity pelea por los primeros puestos en la lista que dice: “música para variar en fiestas sin que tu mejor amigue te reclame por haberle cambiado al perreo”.


En otras palabras: convocar a Gravity Funk es tan infalible como sintonizar a Los Simpson. Desde su fundación, hace unos seis años, han dado pasos firmes para posicionarse en la escena queretana y, poco a poco, su nombre es reconocido cada vez más a nivel nacional. En los dos o tres eventos donde antes habíamos coincidido, las circunstancias fueron muy similares; ellos en la cabeza del cartel y yo en el fondo de la audiencia, con los pies obedeciendo el son que tocaban (o así me gustaría recordarlo), una mano sosteniendo algo humeante y en la otra un brebaje enervante.


Hasta este día —porque es preciso retomar las riendas de la crónica— no había existido una interacción bilateral con los integrantes de la banda y un servidor. Al menos no con todos. Desde mi llegada, a la una y media de la tarde, me vi envuelto en una nebulosa atmósfera de camaradería. Así recordé una de las tantas razones por las cuales envidio a los músicos.


Más que una jornada laboral, la convivencia que se llevaba a cabo era digna de una reunión familiar. Los miembros de Gravity, cada cual con su personalidad, intercambiaban chistes, anécdotas y opiniones como personas que se conocen de toda una vida. Tal vez así sea el caso de algunos, pero a lo que me refiero es: ¿a quién no le gustaría que su equipo de trabajo fuera compuesto por sus mejores amigos?


Y espero no ser malinterpretado, yo soy uno de los afortunados que cobran por hacer lo que les apasiona, sin embargo he estado en el otro lado de la moneda… o en otras caras del dado, para darle más posibilidades al asunto. He tenido buenos empleos con colegas de mierda y me he desempeñado en tareas aburridas con personas divertidas a mi lado. En mi cuenta han ingresado cheques con cifras llamativas por dar servicios que un mono entrenado hubiera realizado antes de cumplirse una quincena, y he dejado el alma en actividades que se pagan con palmadas en la espalda.


Ser músico profesional —que, desde mi perspectiva, todos en Gravity Funk son profesionales— y pertenecer a una banda es pegarle al jackpot. A ver: tú y tu pandilla son invitados a un guateque, donde no vas a tener que golpear a nadie para quitarle el control de la playlist —puesto que para eso te llamaron—, vas a beber, fumar y hacer lo que más te gusta, lo que te sale de las venas, y aparte te van a pagar. ¿Dónde firmo? Y digo, en mi trabajo siempre se pueden cruzar los alcoholes y las humaredas, pero es algo solitario. En cierto aspecto es lo contrario: tienes que decir que no a las fiestas con los panas para hacer lo que te gusta y puedas recibir una recompensa en efectivo.


Obviamente estoy siendo muy radical y analizando sólo una parte de todo lo que implica desarrollar un arte. Estos muchachos funkis han tenido que estudiar durante años y pulir su técnica a punta de ensayos que parecen eternos. Es muy probable que también la mayoría hayan desfilado por trabajos espantosos y que, hasta la fecha, algunos tengan que complementar su ingreso con otra actividad —más o menos relacionada con la música—. Ya ni se diga en tiempos de covid; sin conciertos ni toquines.


Volviendo a la orden del día, destapé una cerveza y me senté a hacer lo que mejor sé hacer —no, no es beber, eso debe ocupar el séptimo u octavo lugar—: ver cómo todo pasa. Así noté el “4:20” tatuado en la muñeca de Morf, el vocalista. “Fumo todo el tiempo”: fue la respuesta obvia ante la pregunta innecesaria de este que se jacta de ser buen observador. Su mano derecha recibía una pipa, mientras la izquierda sostenía un cigarrillo encendido. Y no fue cosa del momento; el cantante parecía ser el único del lugar que traía consigo una cajetilla y, por el resto de lo que duraría nuestro encuentro, no le iba a decir que no a ninguna oportunidad de darse un toque, o dos o tres, de la que huele a facultad de filosofía. Pero no nos adelantemos.



Morfin con caja encima, por Pato Pacheco, 2020.

Si así me lo propongo, puedo ser muy bueno también para pasar desapercibido. Tal vez por eso el guitarrista, a quien creo que hasta su madre le dice Loco, no tuvo tapujos para explicar en voz alta el método que lo guió hasta el terso cutis que lucía. De vista y apodo lo conozco de hace tiempo, aunque no lleva mucho que me enteré del nombre escrito en su licencia de conducir. Nunca antes había conversado con él a profundidad, pero casi puedo asegurar que nació con el pelo largo y una gorra hacia atrás. Y, pensándolo bien, no parece el tipo que encontraría razones para ocultar que sus patillas, su perilla y su bigote, fueron delineados con el rastrillo de su novia. Sí, probablemente sólo no le importó que yo estuviera ahí.


¿Sería generalizar decir que poner sobrenombres es algo muy mexicano? Por lo menos es inevitable asegurar que en bandas musicales y en equipos deportivos — esto es a nivel mundial—, la rebautizada de la mayoría parece obligatoria. Aún recuerdo los tortuosos partidos de americano de mi hermano; dos años de domingos con el bochorno de medio día y cero jugadores cuyo nombre de pila descubriría. En Gravity Funk casi todos tienen un apodo —algunos varios—, o al menos se les conoce por un diminutivo.


Si yo tuviera que darle un apodo a Alejandro Arellano, uno de los saxofonistas y pionero del proyecto, más allá del Alex habitual lo llamaría Flaco. Oh sí, ¡muy original! Pero es que en verdad es delgado, tanto que ni siquiera tuve que preguntarle si el tatuaje en el centro de su pecho dolió. Estimado y paciente lector, he de declarar que no tengo pruebas pero tampoco dudas: la aguja que trazó ese ojo negro toco el hueso en más de una ocasión. Estoy seguro porque tengo un par de círculos a la misma altura. La gente suele bromear diciendo que es un tiro al blanco —no lo es— pintado con Sharpie —ok, se las doy por buena—. Lo cierto es que no hay retoque que valga repetir esa taladrada a mi esternón.


Cuando aquel tatuador indio, instalado bajo un techo de lámina, dejaba una marca física, a petición mía, más o menos empatada con mi cuarto chakra, yo sudaba tanto como Alex lo hacía en esta ocasión. Más tarde él recordaría los beneficios medicinales del cannabis, aliviaría los malestares de una de las peores enfermedades de todos los tiempos: la resaca. Mientras tanto, la entrevista personal que hizo para Out of the Box se fue en detalles de su instrumento y de la fundación de Gravity. De cómo lo ideal serían cuatro o cinco metales en la banda y de cuando inició su carrera tocando el bajo.



Arellano con caja, por Pato Pacheco, 2020.


Precisamente fue el bajista, Memo, el siguiente al turno de responder preguntas frente a la cámara. Claro: primero hubo que interrumpir la partida de ajedrez que jugaban en el celular Morf y Diego, el saxofón tenor, y pedirle a ellos y al resto de la banda que se alejaran un poco. Esto con el único objetivo de mantener la pureza del audio en las entrevistas.


Por cierto, el teléfono de Morf es tan multitask como él mismo; una pestaña para la ambientación sonora —Fatboy Slim con Damon Albarn—, otra para el juego; una mano para sostener algo en combustión, la otra para mover las piezas digitales; los pies siguiendo el ritmo de su selección musical; por la boca arrojando risas y carrilla fraternal entre bocanadas.


Memo habla de su instrumento como un tórtolo de secundaria se expresaría de su amada. “Es una chulada, estoy súper enamorado de este bajo”. Al cuestionarlo sobre sus pedales, aseguró que le dan un “sonido súper funky”, de manera tan convincente que hasta logró que yo —como ya mencionado, un fracaso de melómano— comprendiera a qué sonido se refería. Súper funkis eran también las camisas garigoleadas en las cuales se habían enfundado todos los integrantes de la banda, y sus pantalones acampanados, confeccionados por la madre de este bajista.



Memo, bajista de Gravity Funk, por Pato Pacheco, 2020.

La distancia que tomó el resto de los Gravity, aquellos integrantes cuyos turnos para enfrentarse a solas con la cámara aún no llegaban, fue insuficiente. Las carcajadas en planta baja llegaban hasta el segundo piso, donde se grababa audio y video. No pasaron ni cinco minutos, desde el descenso de la banda, para que producción tuviera que hacer la nueva y amable petición de guardar silencio. O bajar los decibeles, ya de menos. Luego, con un grito, se anunció al siguiente entrevistado.


No es difícil darse cuenta que Diego es el más tranquilo del grupo, no se mete con nadie y nadie se mete con él. Ni siquiera tiene un apodo. Pertenece a una familia de músicos, y es por ello que ha recibido una formación más académica en el ámbito. La verdad es que yo no podría darles especificaciones de lo que hace un saxofón tenor, y tampoco entendí cuando dijo que: “muchos piensan que es aliento metal, pero es aliento madera”. Sin embargo, y con mi limitado conocimiento, vaya que tengo mucho que decir sobre este instrumento.


El saxofón es, a mi parecer, la flauta de Hamelin que saca a pasear a esa ratas llamadas oxitocina y dopamina. Es el pungi que hipnotiza tangas, boxers y brassieres. Es la voz que en realidad sugiere que puedes dejarte puesto el sombrero —sólo el sombrero—. Es, simplemente, demasiado sexi. Diego dijo que se siente bien poder aportar y sumar con sus arreglos, pero yo creo que no está consciente del poder que tiene en sus manos y pulmones. Oh sí, envidio mucho a los saxofonistas, tanto que los odiaría, de no ser por la profunda admiración que les tengo, y lo bien que me hace escuchar a alguien que sabe lo que hace con ese instrumento.


Probablemente no podría odiar a un saxofonista nunca, así fuera engreído y presuntuoso. Diego no tiene nada que ver con esta descripción, de hecho es muy amable. A quien sí odiaba era al hermanastro de Fer, una amiga de preparatoria en cuya casa se desarrollaban las mejores fiestas de la época. Podías estar a centímetros de la boca más linda de la escuela, o apunto de encerrarte en el baño con un acompañante, pero cuando el hermanastro —fornido, bien bronceado y arrogante— liberaba del estuche la guitarra, acariciaba las cuerdas y ponía a tono sus pujidos, la noche se había acabado para ti. Todos los invitados rodeaban una fogata oxigenada con suspiros, pero el fuego parecía iluminarlo sólo a él, y lo peor es que lo sabía. Reitero: envidio a los músicos, aunque, y ya ahondaré en ello, no más de lo que los admiro… claro, existen sus excepciones, como es el caso del deleznable sujeto recién mencionado.



Diego con caja, por Patricio Pacheco, 2020.


En el polo opuesto de mi hemisferio sentimental, se encuentra el verdadero guitarrista principal de esta crónica. ¿Por qué lo llaman Loco? No lo sé, sin embargo no es un hombre con la mirada asimétrica que saca la lengua cada tres palabras mientras anuncia el armagedón. Con ese sobrenombre, y dadas sus corpulentas dimensiones, no me parecería raro que algún prejuicioso le tuviera miedo. En cambio, y con lo poco que lo conozco, yo sostengo la teoría de que un abrazo suyo debe ser muy reconfortante.


“Inconfundible”, es el adjetivo que Loco empleó frente a las cámaras para describir el sonido de su Fender Stratocaster, “siempre presente en bandas como Pink Floyd y Led Zeppelin”. Cuando se le preguntó por la petición que le haría al Dios de las guitarras, respondió que una Telecaster americana. Yo, sin saber las diferencias entre Tele y Strat, más bien le reclamaría a esa deidad musical mencionada por el entrevistador: <<¡ni siquiera estoy bajo tu radar, desgraciado!>> Como conclusión, esto dijo el guitarrista de Gravity Funk tras ser invitado a dejar un recado para los seguidores de la banda: “más que un mensaje, quiero darle un agradecimiento a los fans de antaño”. Breve, sutil y suave como su mejilla.



El loco, guitarrista de Gravity Funk, por Pato Pacheco, 2020.


Adolf, o “Rifadolf”, como lo llamó quien orquestaba la sesión de preguntas y respuestas, es el baterista y casi el miembro más reciente de la banda. Aquel agosto, cuando sucedió todo lo que les vengo contando —sesión de video musical, entrevistas, et al.—, cumplía un mes de haberse enlistado en estas tropas del funk. Explicó que su batería era un híbrido en cuanto a marcas y, respecto a lo que le inspira, dijo: “procuro permearme de cualquier cosa. Procuro aprender de otros instrumentos, eso me da una perspectiva de cómo hacer música”. Buena metodología la de este chico cuyo color de ojos no pude descubrir, pues en todo el día no se quitó las gafas de sol.



Rifadolf con caja, por Pato Pacheco, 2020.


También me agradó la filosofía del tecladista, quien remató su entrevista diciendo que: “mientras más funky, mejor”. Él sí es el último añadido a las filas de Gravity Funk, aunque ese día dijo ser sólo un sustituto. No voy a entrar en debates: el suplente también forma parte del equipo —o eso me repetía a mí mismo sentado en la banca de la selección de fútbol de la universidad—. Es con este integrante con quien más interacción había tenido antes y me parece oportuno contar la anécdota de cómo me enteré de su verdadero nombre. Hará casi un año de ello, cuando en el aniversario de Verbos y Vibras conocí a una señora joven que se presentó como la madre de Fer. Mi cara debió ser un signo de interrogación con cejas y labios, pues no tardó en aclarar: “seguro lo conoces como Pigmeo”. Así ya cambiaba la cosa; por supuesto que sabía quién era Pigmeo, había tomado, fumado y charlado con él en más de una ocasión.



Pigmeo, tecladista, por Pacheco, 2020.

A estas alturas no les sorprenderá que desconozca la razón por la cual lo llaman así, dentro y fuera del gremio musical. Tampoco sé por qué le dicen Harry a Harry, el percusionista. Al igual que Alex, él es parte de los fundadores de la banda. Según sus propias palabras, las congas que golpetea con sus dedos encintados “aportan atmósfera”, y sus bongos “rellenan los espacios vacíos en el funk”. Jonathan, o Harry, dijo tener listas unas cuantas letras y melodías para nuevas canciones, pero que hacía falta ensamblar todo. Como la mayoría de los entrevistados pasados, opinó que sería idóneo añadir una trompeta a los instrumentos del Gravity.


Harry con caja, por Pato Pacheco, 2020.

Así como conocía a Fer con un nombre diferente; a Nugget, o Ruben, lo ubicaba por ser el baterista de otro grupo. Ahora, y con un nuevo corte de pelo, se presentaba como el ingeniero de audio de Gravity Funk. Obviamente tengo una noción muy vaga —por no decir prácticamente nula— de cuáles son sus tareas, pero no se antojan nada sencillas. Estoy seguro que explicó lo que hacía en términos comprensibles para el vulgo, sin embargo yo me perdí entre el montón de nombres y definiciones técnicas que usó ante cámaras para exhibir su equipo. “Son un chingo de cables… no sé qué me pasó de chiquito que me llevó a hacer esto”, bromeó. ¿Probable trauma de la infancia? De esos temas sí que entiendo.


El último en pasar a dar declaraciones de manera individual fue el mismo que acostumbra estar en la primera fila: Morf. “ Siempre me ha gustado estar al frente”, dijo cuando se le preguntó por las sensaciones de encarar al público sin nada de por medio más que un micrófono, y añadió: “no lo veo como un versus; es una convivencia”. No negó la existencia de detractores del funk de Gravity —“sí pasa que escuchas a quien dice que mejor pongan spotify”— y contó cómo en el 2018, cuando la banda se quedó sin vocal y fueron requeridos sus servicios, el mayor reto que tuvo que afrontar fue el profesionalismo y la seriedad.



“Me muevo como me nace. La música de estos güeyes me nace”, concluyó Porf —ah sí, el apodo de Mauricio Morfin es el más propenso a mutar—, como respuesta ante el cuestionamiento sobre su estilo de baile. Dentro de mis entrañas estaba a punto de generarse algo que me haría comprender lo dicho por el vocalista. Al fin llegaba el momento de dejar que el funk hablara por sí mismo.


¿Cómo explicar lo que pasó a continuación? Ya cada integrante tenía instalado su sitio, una pequeña prueba bastó; taca taca por aquí, tururú por acá, todo afinado, todos en su posición, y de repente… ¡Muawawa! ¡Badumdum! ¡Crash! Todas las onomatopeyas imaginables de una explosiva y, a la vez, deliciosa sinfonía. ¡Wow! en mi boca y sonrisas en las de todos. La banda se arrancó así nomás, sin necesidad de decirse nada, si acaso una pequeña cuenta rítmica del cinco al ocho. Vaya, que casi ni se miraban a los ojos y estaban improvisando. ¡Improvisando, maldita sea!


Recordé así que jamás podría envidiarlos más de lo que los admiro. Se comunican mediante otro idioma, es eso. Otro idioma que pocos hablan pero todos entienden. Un idioma universal. ¿Qué más puedo decir? Es arte puro. En sus caras se notaba la clara expresión de quien libera un sentimiento profundo y, lo mejor de lo mejor, es que ese sentimiento se transmite, se comprende y se contagia. No había nadie en el lugar que no se moviera al son que Gravity Funk tocaba, nadie. Entonces lo antes dicho por Morf —”intento canalizar con mi baile lo que la banda quiere expresar”— tuvo todo el sentido del mundo. Los pasos del vocalista eran groovies, groovies, ¡groovies, baby! Estaba más suelto que un infante con intolerancia a la lactosa en Pizza Planeta.


Una vez terminado el jam de calentamiento, de vuelta a la envidia. Ya lo decía Orson Welles: “lo peor es cuando has terminado un capítulo y la máquina de escribir no aplaude”. Si bien no éramos un auditorio repleto, las palmas que rellenaron el silencio al final venían del corazón. Tal vez la definición de artista me queda todavía muy grande, y tal vez siempre sea así, pero intento dejar mi estilo y personalidad, mi honesta perspectiva y sensibilidad, en cualquier cosa que escribo, y supongo que eso le da un toque artístico a mi trabajo —o eso me repito—. La cosa es que, cuando andas en esto de las letras —a menos que seas un famoso tuitero—, el reconocimiento tarda mucho en llegar… cuando llega. En cambio, la gran mayoría de las artes escénicas reciben una respuesta inmediata del público.


Por supuesto, de nuevo estoy enfocándome en la parte final de la gran labor que implica crear una pieza musical y, en general, cualquier otra obra artística. Ya saben: a veces pensamos que todo llega a nuestras manos —o sentidos— de manera instantánea, sin reflexionar en todo lo que hay detrás. Igual, esa lección quedaría cubierta a continuación.


Creo le daba el último sorbo a mi segunda cerveza, cuando los guitarrazos de Loco introducían Hey! What´d You Say?; y destapaba la tercera justo al final de esta primera canción. Para mí había salido perfecta; altas frecuencias en cada nota, el funk muy funky y las vocales fuertes y claras —“... somos el combustible de su motor de ilusión, ¿hermano no lo ves? El sistema somos tú y yo”—. Claro está, yo no soy músico, ni iba a ser el responsable de editar el video que ese par de cámaras en movimiento, y otras dos fijas, recopilaban. Así que esa rola la tocarían dos veces más, y sería lo mismo con las otras dos consecuentes. La práctica y la repetición labran el camino hacia la perfección. ¿Ven? Los músicos trabajan tanto como una persona promedio… o más.


Quizás llegó el momento en el cual se invirtieron los papeles y yo me convertí en el objeto de envidia. Quizás. Todos los presentes estaban ocupados, muchos hasta sudaban; en cambio este que ahora narra, disfrutaba de la música y la cerveza bajo la sombra de un árbol. En realidad no es que me estuviera haciendo el loco —si acaso el Adolf, usando mi pluma como baqueta y las hojas de mi libreta abierta como hi hats—, más bien, y regresando al lejano tema de mis habilidades, pasa que también soy muy bueno para aparentar que no hago nada.


“Andas namás pensando en la inmortalidad del cangrejo”, decía mi madre cuando de niño ponía en práctica mi gran talento. Ahora, hasta donde yo sé, estos crustáceos no son inmortales, y tampoco son el tipo de criaturas que ocuparían un espacio prolongado en mis reflexiones —excepto cuando tengo que comer esa basura con textura plástica que llaman surimi, honestamente no creo que eso sea cangrejo—. No obstante, la mujer que me parió en algo tenía razón; yo no estaba contemplando el vacío, estaba pensando, imaginando o recordando. Hoy en día lo hago de manera profesional, mi mente no deja de construir historias —como esta que leen— aunque pudiera parecer estar completamente en blanco.


Tal vez haya sido por eso que César me pidió de favor que hiciera un porro. No es por presumir, pero también soy muy bueno haciendo porros. Tú dices y yo lo fabrico; ¿poca weed? Un flautín. ¿Ganas de compartir? Tenemos el tamaño Bob Marley. ¿Pero qué me pasa? Hablando de personajes que no he presentado aún. Ahí les va una confesión: he estado esquivando la mención del equipo de Out of the Box con el afán de no hacer de esta crónica algo muy largo, aunque me da la impresión que ese barco zarpó hace tres cuartillas. Igual intentaré ser breve.


César es la persona que emitió esa ambigua orden de llegar entre las 10 y las 12. Buen amigo, maestro sin título, hiperactivo por naturaleza y pacheco profesional. Actualmente él y Anyel, su novia, llevan las riendas de varios proyectos en Verbos y Vibras, y son fundadores y directores de Somos; la productora audiovisual del lugar. También conocidos como Los Güeros, este agradable par cree que el arte es el mejor medio para cambiar a la sociedad.


Por otro lado tenemos a Pato, un sujeto con hartas habilidades en la cámara de video y que, sumándose a la petición de César, me indicaba con los dedos y un guiño que dos porros siempre son mejor que uno. Fue él quien hace algunos años conceptualizó Out of the Box con el objetivo de exponer bandas talentosas y, más recientemente, creó el colectivo cinematográfico Los Lazarillos en conjunto con su esposa, Gladys.



Esta última aludida fue pieza clave para la tan ansiada conclusión del relato en curso. Digamos que llevó a cabo las acciones correctas, secuenciadas de manera perfecta, para que este obstinado narrador accediera a hacer algo que se negaba rotundamente a llevar a cabo. Antes, un ligero preámbulo; resulta que este tipo de producciones —hechas casi casi que por amor al arte— y en tiempos como estos —covid y sha la la—, cuentan con una muy reducida cantidad de personal. Tanto es así que el cronista se convierte en el joint-gineer (ingeniero de porros) y quienes no están manipulando cámaras se encargan de todo lo demás; lo cual, en términos coloquiales, es un chingo.


Entonces, mientras Pato y César recolectaban material de video, y Gravity Funk interpretaba la segunda canción del repertorio —por tercera ocasión—, Anyel y Gladys ajustaban lo que se tuviera que ajustar; hacían de cronómetro para que todo armonizara con los tiempos establecidos; proveían lo que faltaba; daban las indicaciones necesarias; y, para acabarla pronto, mantenían a flote la sesión. Cuando Gladys creyó conveniente darse una vuelta a la tienda por un refrigerio, yo ya me sentía parte de la banda; participando con los aplausos y los “borom bom, borom bom, borom boooom” que todos entonaban en el coro de Ganas de más.


Uno no sabe lo que quiere hasta que se lo ofrecen. Así me pasó; según yo nada me hacía falta, hasta que Gladys, observando como agotaba mi cuarta cerveza, sugirió que una más no me caería mal. He aquí donde comenzó la maquiavélica serie de eventos que me llevaron a pronunciar un “sí” cuando en mis oscuras intenciones, con luz de neón y mayúsculas, claramente se leía un “NO”. Y fue tan precisa, aunque probablemente inconsciente, que me daré la libertad de narrarla como si esta mujer en verdad hubiera tenido siempre presente ese maligno objetivo.


Así que regresó con todos los encargos dentro de su espaciosa mochila. Frituras por aquí, galletas por acá, juguitos, refresquitos y una cerveza en presentación latón —¡latón!— en manos de quien escribe. Tras darle el primer sorbo a mi quinta y última chela del día, Gladys me preguntó si tenía alguna sugerencia de tema para El Porrazo; la entrevista casual a la banda, con unos fumes psicotrópicos de por medio, que concluía la jornada. Como toda una experta, atentando contra mi ego, dijo que mi idea le parecía “buenísima”, y remató poniendo sobre la mesa un delicado: “tú deberías conducir la sección”.


César me había hecho la misma propuesta en días anteriores, obteniendo una respuesta negativa de mi parte. Claro, él no me dio cerveza y todo lo demás. Ya les digo: de haber variado el más mínimo detalle en la secuencia antes relatada, yo me hubiera mantenido firme, evitando a toda costa postrarme frente a las cámaras. Ya lo sé, tampoco fue muy difícil convencerme. Más que ir a la guerra sin fusil, yo acababa de enlistarme en el ejército con una tremenda fobia a las armas.


Sucede que este que ahora casi se desnuda con palabras —amigo y servidor—, necesita estar a solas y detrás de un teclado para alcanzar la totalidad genuina de su ser. Es cierto que casi la mitad de mi trabajo trata de hacer entrevistas, sin embargo no soy tan bueno con las interacciones grupales. Por eso no suelo disfrutar las primeras partes de las bodas; sufro de ansiedad social y tengo que controlarla mediante whiskys dobles en las rocas. Ya para la segunda mitad, bien servido, casi con falda de escocés y empezando con el mezcal, soy capaz de decirle a la abuela de la novia, a la misma que rezó en voz alta para ver a su nieta casándose por la iglesia antes de morir, que Dios no existe.


Ahora imagínense frente a cámaras, sin oportunidad de accionar el control + z cuando digo una estupidez, y con la posibilidad de ser atormentado con mi propia imagen en video cagándola una y otra vez. No sé, creo que me siento más cómodo si puedo meditar antes de escupir lo primero que me venga a la mente. Pero eso de tener tiempo para reaccionar es una katana de doble filo, a continuación les explico.


Esa que me dio Gladys fue mi última cerveza, pues tenía que conducir El Porrazo y ni modo de andar haciendo trabalenguas indescifrables disfrazados de preguntas. O peor aún: acaparando la entrevista con anécdotas personales o eufóricos cumplidos de lo buena que es la música de los Gravity —aún conservo un vergonzoso audio de la vez que “entrevisté” en estado etílico a los Bandalos Chinos… historia para otra ocasión—. Luego pasó lo inevitable; mi cerebro comenzó a diseñar mil maneras de llevar a cabo la misión y mil una de cómo podía salir todo mal. Ansiedad pura, amigos.


Se me ocurrían chistes que de tanto repetir en mi cabeza para memorizarlos perdían la gracia. Formulaba preguntas intrigantes sólo para darme cuenta de lo absurdas que eran cuando yo mismo las respondía. Inventaba frases pegajosas para introducir la sección que terminaban sonando aburridas y pretenciosas cuando por fin encontraba la perfecta entonación. Eso procesaba mi CPU, mientras por fuera aparentaba estar pensando en la inmortalidad del cangrejo. Ya les digo: talento nato.


Cuando la banda completó las tres vueltas obligadas de Soul Fever, la última canción, finalmente pudieron sentarse a descansar y continuar las charlas que antes habían quedado inconclusas. En realidad no había terminado la sesión, todavía tenían que hacer unas cuantas interpretaciones con Morf personificando a Xono. Durante esos 20 minutos que dura un “tómense cinco”, cuando las bromas se transformaron en el único medio de comunicación y luego de que Alex recurriera a sanarse con una bocanada de pipa, se me vino a ocurrir que era el momento perfecto para irme familiarizando, o al menos empezar a interactuar, con los integrantes de Gravity Funk. Algunos le llaman preparar el terreno; tantear las aguas.


“¿Agua?”, cuestionaba Morf el ofrecimiento de César. “¡Ah, ca-agua-ma!”, dijo mientras recibía una cerveza tamaño familiar de manos de Loco. Entonces intenté participar en el convivio con el único pensamiento que empató con mi boca. ¿Quién lo iba a decir? Resulta que los chistes para romper el hielo sólo sirven cuando son graciosos. Pregunté si alguien sabía cómo le decían al agua de jamaica en Jamaica. Creo que fue Diego quien torció el cuello para contestarme: “agua”.


¿Qué les puedo decir? A mí y a mis sobrinos gemelos de cuatro años siempre nos da risa. Mas no a ellos, a ninguno de los presentes se le asomó ni media mueca más allá de la sonrisa que habían portado todo el día. Morf no sólo me salvó interrumpiendo la orquesta que los pajaritos se habían montado a falta de charlas humanas, también me dejó una buena lección de cultura general; “hibisco”, explicó, “en Jamaica le dicen hibisco a la jamaica”.


En verdad que son buena onda estos sujetos. Tan felices como siempre y yo ni siquiera experimente esa sensación de querer ser invisible, aunque tampoco me animaría a hacer otra aportación pública antes de la entrevista. Eso sí, todo lo que ellos decían, ya fuera por las formas o por el contenido, era sumamente cómico. La pintura con la que el bueno de Jerry Garrido —un artista plástico cuyo talento podrán comprobar en el video— coloreaba el brazo del vocal, desató una nueva oleada de mofas tan insensibles como divertidas.


“¡Tengo discromía, pendejo!”, se defendió el cantante ante los instrumentistas que hacían chistes sobre daltónicos. Morf contó, a quienes no lo sabíamos, cómo fue que durante un exámen de tránsito se dio cuenta de su distorsionada percepción cromática. Sus compañeros le pusieron diversas pruebas, como descifrar los colores en la caleidoscópica camisa de Pigmeo. Tras reprobarla, miró su brazo maquillado y dijo: “me dio coronableetles”. Creo que ambas, verde y/o azul, hubieran sido respuestas correctas para describir su nuevo tinte de piel; perfectamente igualado con el tono alienígena de la máscara que estaba apunto de ponerse.


Dos veces más interpretaron la que había sido la tercera canción del repertorio. Una extra sin máscara pero con maquillaje. La tapa de mi pluma ya no se ajustaba debido a mi tendencia de golpear más la libreta y escribir menos en ella. Pato me agarraría desprevenido y haría una toma de mis apuntes. “Tengo letra de doctor”, dije luego de bajar la vista y comprobar que mis notas, gracias a los nervios de la próxima entrevista y la temblorina por abstinencia de cerveza —casi cruda—,eran garabatos jeroglíficos. “Doctor Gonzo”, añadí cuando la cámara ya se había alejado.


El doctor Gonzo es el pseudónimo que Hunter S. le dio al personaje de su abogado en Miedo y asco en Las Vegas. En el libro es descrito como un gigante samoano de 136 kilos, en la película lo interpreta Benicio del Toro y, me acabo de enterar, en la vida real fue un emblemático activista mexicoamericano, referente en la cultura chicana. Me pregunté entonces qué sugeriría el doctor Gonzo para mis síntomas. Seguro hubiera dicho algo similar a esto: “como tu abogado, mi primer consejo es que consigas un auto muy veloz y conduzcas hasta Las Vegas”.



Tal vez, reconsiderando las limitantes y aquello que había a la mano, habría ordenado que dejara de quejarme; que consiguiera un trago de algo más fuerte, que me hiciera un porro y me lo fumara yo solo de principio a fin. A decir verdad, sí consideré la opción de aplacar mi alterado sistema nervioso con ganja, sin embargo, en mi caso particular, ese es un tiro que bien podría salir por la culata. Soy de los que creen que los efectos de las drogas —legales e ilegales, sintéticas y naturales— dependen del contexto en el cual se consuman; el estado anímico de quien las toma, el lugar en el cual se encuentra y la gente de quien se rodea.


Fumar yerba en ese momento era tirar una moneda al aire; bien podría relajarme y convencerme de que todo iba bien, o podría hacer un diluvio de la lluvia de ideas que ya comenzaba a inundar mi cabeza. La segunda opción implicaba echarle más leña a la hoguera que intentaba, si no extinguir, por lo menos apaciguar. Mientras la primera podía irse al lado completamente opuesto de aquello que deseaba evitar dejando de consumir alcohol. Si no quería que mi lengua decidiera independizarse de mi cerebro, envalentonada y acelerada con pociones espirituosas, tampoco era la mejor idea aletargar mi capacidad de síntesis —ya habrán notado que tampoco soy un prodigio en la materia— y tardar tres minutos en formular una pregunta para una entrevista que supuestamente debía durar 15. Desde la objetividad decidí que lo mejor era abstenerme.


Al finalizar la sesión musical, lo único que me separaba de mi aterrador destino frente a cámaras era la sesión fotográfica de la banda. Todos los integrantes de Gravity Funk sudaban y los párpados de algunos comenzaban a notarse inflamados debido al cansancio y a los humos. Anyel dijo: “arréglense los que lo necesitan”, mas nadie se inmutó. La movilización fue mayor en el intento de conseguir comida y más cerveza. Se contaban seis horas desde mi llegada a Verbos y Vibras y yo ya no podía distinguir entre los rugidos hambrientos de mi estómago y los retortijones nerviosos.


La pizza llegó cuando apenas empezábamos a grabar El Porrazo. No se me ocurre algo más antigonzo que conducir completamente sobrio una sección con este nombre. Pero bueno, creo que salió bien a final de cuentas —ya juzgarán ustedes—. Esta jornada laboral, destinada a comenzar entre las 10 de la mañana y las 12 de la tarde, y que supuestamente terminaría a las siete, se daba por concluída a las nueve de la noche. De nuevo: cualquiera que haya estado en un medio similar comprenderá que se nos hizo temprano.


Ya lo dije, a pesar de la neurosis que parecieran cargar estas letras, me encanta lo que hago. Soy un feliz contador de historias que goza de llevar la vida al ritmo de su propio tecleo. Sin embargo considero envidiable la espontaneidad con la cual puede llegarse a expresar un músico. Y es que existen sensaciones y sentires que rebasan el límite de las palabras.


Una vez realizada la entrevista, mi alma se desinfló como un globo lleno de ansiedad. Sin tareas pendientes, dándole pizza al hambre y, de nuevo, cerveza a la sed, me encontré en el nirvana de la espontaneidad. Por fin fluía en la misma sintonía de la banda, y con banda me refiero a todos los presentes. Sin necesidad de chistes estúpidos, ni de joder mi bolígrafo.


Miré a quienes me rodeaban, tanto a los integrantes de Gravity Funk como al equipo de Out of the Box, y caí en cuenta de lo mucho que admiro a todas las personas que estaban ahí presentes. Más de lo que jamás podría envidiarlos. Ellos, así como yo, se dedican a lo que aman; porque no todo el mundo sonríe después de trabajar turno completo en sábado.


Sean felices, camaradas.


¡Carajo! ¿por qué estamos abajo, cuando nunca salimos de nuestro trabajo?

Nos toca la gotera del diluvio que hay arriba, cargando con las pilas que detienen sus mentiras. Somos el combustible de su motor de ilusión, ¿hermano, no lo ves?

El sistema somos tu y yo”.


Por Carlos P. Jordá


Carlos P. Jordá por Fátima Perea




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